martes, mayo 25, 2004

La triste memoria

Todo estuvo listo para Navidad. Sería el regalo perfecto para el abuelo, que poco a poco iba perdiendo sus recuerdos.
La idea se le ocurrió al joven Franklin, el más inquieto de los Brito, cuando le pidió al abuelo que le contara acerca la abuela, de cómo se habían conocido, de su romance, de su boda… El viejo no quiso contárselo, para él ese tiempo era mejor olvidarlo. No debía rememorar su tristeza, su abatimiento, su impotencia. No. Definitivamente, no debía volver a vivir ese infierno de engaños y mentiras. No quería recordar a la mujer que durante cincuenta años lo castigó con dos hijos que no eran los suyos, con noches de ausencia, con tardes de juerga con desconocidos en la propia casa, con días enteros de no dejarlo entrar ni a cambiarse de calzoncillos…

Pero el muchacho insistía, quería conocer detalles, momentos, sensaciones. Saber cómo era la imagen que su abuelo conservaba de su esposa, de aquella mujer de quien su padre casi no hablaba. Todos en la escuela tenían abuela y Franklin ni siquiera la conocía por fotos.

La empresa empezó y de manera sigilosa y callada buscó en los sitios más recónditos de la casa de su abuelo sin encontrar fotografías, cartas ni vestidos. Nada, la búsqueda era infructuosa, parecía que la abuela nunca hubiese existido. Una vez más buscó en todos los sitios del cuarto del abuelo, sin éxito. Entonces su ímpetu se detuvo y decidió no hacer más.

En su casa continuó con la búsqueda, sin éxito, hasta que fue a la cocina a beber agua y descansar. Se sentó en la mesa y al querer extender sus piernas cayó en la cuenta de que lo que utilizaban como mesa era un gran baúl y allí no había buscado. La aldaba no fue difícil de abrir, saltó con un ligero golpe y al destapar el cofre, encontró todos los recuerdos que buscaba: vestidos, fotografías, cartas y una caja de música que emitía una melancólica tonada.

La Nochebuena llegó y todos abrieron sus regalos. Franklin invitó a todos a reunirse frente al computador. Su padre, sus tíos, primos y el abuelo estaban desconcertados. El muchacho digitó www.lamemoriademiabuelo.net y de los parlantes salía la musiquilla triste de la caja de música y en el monitor aparecieron las fotografías de aquella mujer a la que todos decidieron olvidar. Más recuerdos salían de la pantalla y el abuelo no sabía qué decir, mientras el muchacho recorría el sitio y desplegaba más fotografías hasta hacer click en un vínculo de animación en tercera dimensión: desde una ladera se veía una cúpula y a lo lejos un gran valle. En vuelo, los espectadores se dirigían hacia la cúpula y la rodeaban, se miraba el pueblecito de casas viejas y las empinadas callejuelas de adoquín. Luego de unas piruetas, se entraba a la iglesia y con paso lento, se veía a derecha e izquierda. Eran ellos. Toda la familia estaba presente. Al fondo, los abuelos, vestidos con trajes nupciales estaban frente al cura y al aceptar la unión volvieron sus miradas a los asistentes y sonrieron. Alargaron sus manos y volaron hacia el azul firmamento.

Franklin se sintió feliz por su gran trabajo multimedia, por haber recuperado la memoria del abuelo y la presencia de la abuela.

Uno a uno fueron saliendo hacia la sala y el abuelo permaneció frente al monitor, escuchando la musiquilla y sollozando. La mujer había regresado con sus amantes y él veía impotente cómo aquella mala esposa se regodeaba con ellos sin importarle la mirada asustada de su esposo. Para el abuelo no solo se representaba una boda en el monitor, se asistía nuevamente al fatídico día de la muerte, de su muerte. Habían recuperado su triste memoria.

El día del amor

¿Quiénes son estos seres que van al sacrificio?
¿A qué altar verdecido, sacerdote enigmático,
llevas a esa vaquilla que muge hacia los cielos
con sus lomos sedosos cubiertos de guirnaldas?
John Keats

“Este sitio parece una figura de pesebre casero entre dos quebradas. La construcción es un híbrido de pagoda y monasterio, parece una de esas edificaciones tropicales republicanas destinadas a las instituciones públicas como estancos o bodegas.

“El día que entré a este lugar pude ver, desde un recodo de la carretera, un sinnúmero de patios separados por gruesas construcciones. Desde ese punto del camino, aprecié la fachada principal que ahora permanece cerrada. Creo que fui el último que entró por esa puerta. También vi la erguida torre con su reloj, una estructura de cuatro frentes rematada con volados de teja. El reloj dejó de funcionar cuando traspuse el extenso umbral de la entrada, las manecillas aún marcan esa hora en que la modorra y la molicie me hicieron su prisionero. Pero para qué queremos saber del tiempo aquí adentro. Muchos no quieren envejecer, aunque nacieron ancianos. A mí no me aterra ser viejo, me gusta que mi cabello encanezca, que mis huesos suenen y se quejen con el frío. A lo que le temo es a la decrepitud. Ese es el verdadero mal de la humanidad. Debido a la decrepitud los seres humanos son detestables, insoportablemente estúpidos.

“En estos momentos estoy presenciando cómo esta peste inunda el lugar. Miro un grupo de gente que no tiene más esperanza que una muerte imperceptible y tranquila mientras duerme. Esperar a la muerte es algo parecido a aguardar por el príncipe azul, una idiotez. A la muerte se la busca, para tener conciencia de que nos acompaña y que no nos visita de repente. Solo hay que mirarlos, parecen colchones hediondos, tendidos al sol. No les importa que su cáncer progrese o que salgan más eczemas en su piel, el sol los hace sentirse vivos, les da energía, los calienta... Únicamente la actividad cerebral es signo de vida y estos imbéciles están muertos desde que nacieron. No piensan, son unos bebés que esperan por sus alimentos licuados. Comen, cagan y pasean en círculos por el patio. Pero hoy no pasean, están sentados de manera ordenada en sillas alineadas frente a un escenario decorado con un arco de globos multicolores y un telón raído y percudido, como la vida de todos los habitantes de este lugar, de donde salen "artistas" y representan papeles dramáticos y con el patetismo más exagerado recitan estrofas.

“Ahí sale la señora Felicitas, hace un año le hicieron la mastectomía. La presenta el director.

- Con ustedes nuestra querida señora Felicitas. Aplausos para ella.

- Bueno, muchas gracias... Yo les he preparado una poesía del poeta español Alejandro Casona, se llama El milagro pequeño, espero que les guste y se la dedico a mi torero. Para ti, Pepe.

- El milagro pequeño... Aquella pobre niña aún no tenía senos -¡JA! y se toca el pecho...- y la niña lloraba: - Yo quiero tener senos -está jodido, aquí no dan ese servicio-. -Señor haz un milagro, un milagro pequeño... -aunque sean dos espinillas-. Pero Dios no la oía allá arriba tan lejos.

»Y cogió dos palomas;
se las puso en el pecho,
pero las dos palomas
levantaron el vuelo.
Y cogió dos magnolias;
se las puso en el pecho,
pero las dos magnolias
deshojaron sus pétalos.
Y cogió dos estrellas;
se las puso en el pecho,
las estrellas temblaron
y se apagaron luego.
Y cogió dos panales;
se los puso en el pecho,
y la miel y la cera
se helaron en el viento.

»Señor: haz un milagro
un milagro pequeño...
pero Dios no la oía
allá arriba tan lejos.

»Y un día fue el amor.
Lo estrechó contra el pecho
y se sintió florida
le nacieron dos senos
con picos de paloma,
con temblor de luceros,
como magnolias, blancos,
como panales, llenos.

»Igual que dos milagros,
dos milagros pequeños...


-Gracias Felicitas por ese mensaje de esperanza, por depositar tu confianza en el amor. Pepe, debes estar orgulloso y contento de tu...

“Esperanza dice el ingenuo. Vaya con estos médicos... Con ese poema no tuvo esperanza, la nostalgia la cegó. ¡Ay Dios mío! Esta gente con su positivismo y llena de entusiasmo, me exaspera. Parecen no darse cuenta de sus cuerpos gastados y mutilados, y aún mantienen viva la llama del porvenir...

- En este día especial, quienes conformamos el equipo de médicos tratantes, el personal de enfermeras y el cuerpo de voluntarias les decimos ¡Feliz día del amor y la amistad, Hogar Crepúsculo! ¡Apláudanse ustedes! Hoy es un día para estrechar más los lazos afectivos entre los integrantes de esta gran familia de adultos mayores.

“Familia, si quisiera una familia aún continuaría viviendo con las burras de mis hijas; haciendo de florón, una semana donde la una y la siguiente donde la otra, soportando a las nenas y sus novios, a los chicos y sus amigos. Ahora que puedo elegir mi familia, no sería a este pelotón de ancianos malolientes, sordos, ciegos, incompletos... No, mi familia soy yo.

“Ahora están bailando tango, afortunadamente no se les ocurrió hacerse los gitanos y montar esa payasada del flamenco. En el tango es diferente, los bailarines son intrépidos, giran una vez y no se marean, las mujeres pueden mantener el equilibrio sobre los tacones. Son valientes, en realidad... y malevos.

“Estos programas son como las corridas populares, se lanzan al ruedo los imbéciles y los borrachos. Aquí los más imbéciles, porque no nos dan un solo trago. Ahora le toca el turno a Efrén, el enano retrasado. Dicen que fue profesor de lógica y problemas filosóficos y que de tanto pensar, mirar y asombrarse con el mundo, su cerebro hizo un cortocircuito y hasta allí llegó. Ya no es ni su sombra, siempre era consultado por los periódicos más serios para que vertiera sus opiniones sobre política, economía, deportes, música, baile, libros, ovnis, mujeres...

-Para ustedes Volverán las negras gallinas, de Gustavo Alfredo Baca.

»Volverán las negras gallinas
en tu habitación sus huevos a anidar,
y otra vez con el ala a sus gallos
maicito les darán.

»Pero aquéllas que el sueño nos quitaban
cuando las íbamos a ordeñar,
aquéllas que mugieron nuestros nombres...
esas... ¡no mugirán!

»Volverán las intrépidos alguaciles
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aún más borrachos
caerán.

»Pero aquéllos cocinados con tocino
cuyas lonjas mirábamos cortar
y morder, como láminas de cuero,
¡Esas, no nos servirán...!

»Pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a dios ante su altar,
como yo te he herido... desengáñate.
¡Así no te pegarán!


- Muy bien, Efrén, muy bien. Tu voz gruesa aún nos estremece y nos ha impresionado tu habilidad para improvisar. Eso es creatividad. Despidámoslo con un aplauso.

“Creatividad, ganas de hacerlo, como si eso fuera lo único que se necesita para realizar cualquier cosa. Si tengo la intención, es como si lo hubiese hecho. Nada más falso.

“Cuando llegué pensé encontrar el anonimato que buscaba, desaparecer para todos, pero es inútil, las enfermeras y los médicos se empecinan en hacer notoria mi presencia y la de cada uno. Somos especiales para cada uno de ellos. Saben nuestros nombres, qué nos gusta, qué no. Todo lo creen saber. No saben que los detesto, que me enferma cada día más el que se interesen por mi capacidad comunicativa con los demás. ¿A quién le interesa comunicarse con trapos viejos, con sofás arruinados, con sillas desvencijadas, orinales deteriorados y escupideras agujereadas? En esta tienda de objetos inservibles no existe un solo artículo bello; no hay jarrones ni figuras de cerámica, no hay platos conmemorativos ni botones con sus condecoraciones, nada de pinturas ni esculturas, ni revólveres ni cuchillos. Solo desoladoras ruinas del ser humano, y lo que es peor, optimistas restauradores de la decrepitud.

“En la Edad Media los monjes llegaban a edades avanzadas con un bagaje inmensurable de conocimiento. Aquí impera la estulticia, arrellanada en el pretexto de la vejez y la corrupción de la carne. Mi cuerpo no es como antes, estoy consciente, pero mi cerebro está intacto, funciona, maquina y piensa.

“Este lugar es como un jardín de infantes, todos juegan, hacen rondas, ríen, pero nadie piensa, ninguno mantiene una conversación fuera de los hijos, los nietos que los visitan, las parejas que ya no están con ellos... Estúpidos. Aún hablan bien de la familia, no quieren ver que para esos desagradecidos ya no les son útiles. Allí radica la diferencia entre todos estos trapos viejos y yo. A mí nadie me trajo, vine solo.

**********

- Don Ignacio, ¿me acompaña a revisar el escenario para el acto final –le sacó de sus cavilaciones la jefa de enfermeras, una mujer bajita y rechoncha con el cabello cortado como si fuese un niño malcriado-?

- No, déjeme aquí en el corredor. Ya les dije que no quiero saber nada de participar en estas cosas. Yo no hago el ridículo.

- Si no va a participar en nada. Solo me pasará las cosas que necesitamos para representar la muerte de Romeo y Julieta. Todos tienen que colaborar con algo y usted no ha hecho nada hasta el momento.

- ¡Carajo!, si pudiera levantarme de esta silla de ruedas, sabría de lo que soy capaz, aunque sea una dama.

- No rezongue y vamos atrás para que vea lo bonito que nos quedó el mausoleo de los Capuleto. Doña Adrianita y don Mesías van a actuar. La señora Caridad les cosió los trajes, el señor Yépez pintó la escenografía y usted será mi ayudante, el asistente de la directora –su estúpida y molesta sonrisa no abandonó su cara.

Empujé la silla del viejo, siguiendo las anchas caderas de la enfermera que bajo ese pantalón negro apretado parecía una ternera adolescente. Nos llevó ante una cortina pintada en tonos negros y celestes, con trazos gruesos e inseguros. El diseño parecía hecho por un niño con retardo mental. Una de las columnas se arqueaba hasta unirse con la otra, las ventanas eran irregulares y el fresco del muro reproducía a un Jesús ventrudo y fofo intentando salir del sepulcro, con sudor en su frente.

- Cierto, el decorado está bonito –mintió el anciano-, pero no veo los instrumentos con los que ambos amantes conseguirán la muerte.

- Están en esa mesa don Ignacio. Ahí está un frasco verde con agua y una daga que al presionar su hoja, se esconde en el mango. Esto, por favor se lo entrega a los actores hasta que yo aliste algunas cosas. Luego viene para acá.

- No soy mandadero de nadie, ¡carajo!

- Rigoberto, llévese a don Ignacio y vea que cumpla lo que se le ha dicho, si no, no le vuelve a sacar al sol.

- Bueno, bueno, si así son las cosas... Vamos, Rigoberto, cumplamos las órdenes de la señora directora...
“¡Dios mío!, representar la muerte de Romeo y Julieta... Ancianos de cuerpos comprimidos y flácidos interpretando a dos adolescentes con sus carnes duras y sus pieles suaves. Nada más opuesto al amor que retrató Shakespeare. Para que el amor perdurase murieron a esa edad. La belleza de la juventud, de un sol repuntando al alba, nada tiene que ver con el advenimiento del ocaso y la vejez. La juventud no huele a mortecina. ¿A quién se le ocurrió que el amor no tiene edad? Tiene una edad, no podemos corromperlo con carnes llenas de pliegues, cabellos encanecidos o calvas pellejudas, o alientos fétidos... ¡No! Es cierto que no es el amor quien muere, muere el cuerpo y eso es lo que debe morir. Deben morir ellos por cometer un sacrilegio, por osar regresar el tiempo y ser jóvenes, por querer repetir ese amor floreciente, terso e inocente.

“Estos actores, dada su condición, bien pueden representar vidas de santos en sus momentos finales, no la sublime tragedia del amor. No puedo tolerar que maten una obra maravillosa. Es inconcebible pensar en dos abuelos muriendo por el amor que no puede concretarse debido a las riñas familiares. No es justo que Shakespeare sea tomado de esta manera. Vaya con las reinterpretaciones y la libertad de las adaptaciones. No son más que pretextos para encubrir estrechez mental de los directores y escritores. Aquí se presentan grandes obras adaptadas a nuestra realidad. ¡Qué gran creatividad! Los genios locales menosprecian el trabajo de los clásicos: un Tartufo de Los Andes, un Edipo del litoral o un Ulises con computadora y celular. Y lo único que faltaba: Romeo y Julieta dentro de un ancianato. ¿Por qué no se rigen al texto original? Porque ellos son más inteligentes y creativos y estos médicos son iguales. Todos quieren hacer más real la obra. Qué Romeo y Julieta tan reales, tan similares a los que pensó el autor.

“Ahora recuerdo que De Quincey argumentaba que si el asesinato es ejecutado de manera que alcance un grado estético, no debe ser sancionado. El asesinato considerado como una obra de arte. Estos viejos necesitan morir por su amor... Si quieren morir en el escenario, que así sea; que la verdadera representación sea la de su propia muerte y no la fingida de los jóvenes amantes de Verona. Ellos deben morir, no Romeo ni Julieta. De Quincey tenía razón.

- A ver, Rigoberto, me vas a tener que ayudar con todo esto porque yo solo no puedo. Esto de estar en silla de ruedas me impide hacer todo. Verás, hijito, vamos a mi cuarto y allá te explico todo.

Recogí la botellita verde de vidrio y el cuchillo con trampa, empujé la silla del viejo y lo llevé al pabellón más limpio del edificio. Su amplio dormitorio estaba dividido en dos ambientes: el dormitorio y un corral cercado por libros. Las paredes decoradas con afiches de ópera y una que otra fotografía de personas desconocidas. Junto a la cama, en el velador, una guillotina en miniatura.

- Bueno, hijo –me dijo mientras colocaba una zanahoria en la guillotina-, dame el frasquito y anda a traer un poco de agua mineral para simular el veneno del amante Romeo –y dejó caer la pequeña cuchilla que cortó la punta de la hortaliza que llegó hasta mis pies.

Al salir de su dormitorio, él se fue al baño y antes de que yo cerrara la puerta de su dormitorio, se encerró allí. Cuando regresé, aún no salía. Me sintió al entrar y gritó que no tocase nada, que me mantuviera lejos de los libros y que no bajara ninguna fotografía de las paredes. Cohibido y asustado por los gritos censores del anciano, me senté en el centro de la pequeña biblioteca. Rodeado por libros, vi uno que sobresalía de entre todos y lo saqué del estante; era una edición de Romeo y Julieta, con una dedicatoria: A mi gran Romeo, a mi Ignacio, el amor de los adolescentes de Verona se renueva a diario con nuestra existencia. Aunque el tiempo nos separe, seremos un mismo cuerpo. Lo que Shakespeare eternizó se cumple con nosotros. Tu amada Julieta. Recuérdame siempre en estas páginas inmortales. 1936.

El viejo salió y no pude devolver el libro a su sitio, entonces lo dejé en el piso.

- Muévase, carajo, que la enfermera esa ya ha de estar buscándonos. Apúrese, ¿no oye que ya está acabando el baile de las cintas?

Salimos con prisa y le pregunté si a él le gustaba la obra. En un principio no quiso responder, pero a mi insistencia me dijo que sí. Por un momento noté que su semblante se aflojaba y que su eterna mueca de desagrado quedaba anulada por una leve sonrisa que no progresó.

- A quién no le gusta lo bueno, pues –me dijo recobrando su amarga expresión.

Continuamos por el corredor hasta llegar al patio donde se realizaba el festejo. Llegamos detrás del escenario mientras la espigada y cadavérica Julieta ocupaba su lugar en el mausoleo y el encorvado y calvo Romeo repasaba su diálogo. El viejo Ignacio le puso la daga en el cinto al estrenado actor y le entregó el frasco mortal.

**************

- Muy bien compañeros, estamos a punto de finalizar este significativo programa dedicado a la amistad y al amor. Para terminar, qué mejor que hacerlo con una historia de amor, de esas historias características. Por todos es conocido el final de dos jóvenes allá en Verona, hace mucho mucho tiempo. A continuación, apreciaremos el trabajo de doña Adriana de Palacios y don Mesías Palacios...

El telón se abre y deja ver una escena tétrica. Los espectadores sienten pena por la mujer que yace en medio de la desolación y frialdad del edificio funeral. Entra Romeo, con una mano temblorosa, y se posa junto al cuerpo de Julieta:

- Te pido perdón por última vez, Julieta mía ¿por qué continúas siendo tan hermosa? ¿Será que la muerte también es capaz de amar y quiere tenerte para siempre como su amante en la tenebrosa oscuridad? Para salvarte de ello yaceré contigo en esta sombría gruta de la noche... !Ojos, mirad por última vez a mi amada! ¡Brazos, abrazadla por última vez! ¡Labios, puertas de la vida, sellad con un beso el pacto definitivo con la muerte insaciable! ¡Ven, duro timonel, piloto sin esperanzas! ¡Arroja contra los arrecifes agudos a esta nave desarbolada, a este barco harto de navegar! ¡Brindo por ti, mija! –con la mano incontrolable intenta destapar el frasco, no lo logra; lo intenta dos veces más y tiene que entrar la enfermera, quien destapa la botellita y le da a beber.

“Ahora esperemos a que caiga con los intestinos destrozados”.

Sale de escena la enfermera y Romeo, retorciéndose de dolor y con cara de desesperación, proclama:

- ¡Oh, qué rápidos son los efectos del elixir de muerte. Basta un beso y muero...! Aggg...-el anciano cae cerca de la primera fila de espectadores, quienes se horrorizan pero recobran la compostura.

“Carajo que resultó buen actor, ahora solo falta Julieta. Veamos el desenlace del quinto acto, escena tercera. Acción”.

Julieta despierta del sueño y con ansiedad pregunta:

- ¿Dónde está mi esposo? Oh, ¿qué hace allí tan lejos de mí? ¡Dios del cielo! ¡Esposo mío, adelantaste tu muerte con veneno! ¡Qué mezquindad! -toma el frasco-. Ni siquiera dejaste una gota para que pudiera seguirte. Besaré tus labios para morir besándolos, quizá tengan un poco de veneno -lo besa y el viejo no responde-. Estás rígido pero aún tibio. Aguarda por mí, amado mío. -toma la daga de su Romeo-. ¡Dulce daga, este es tu sitio! ¡Descansa en mi corazón y dame la paz! -se hiere con la punta envenenada y cae desmayada sobre su amado. Un pequeño chorro de sangre brota y los demás ancianos se espeluznan, gritan, lloran. Los médicos desencajados entran en la escena y constatan que ambos actores están muertos.

La mirada de la enfermera se dirige a Ignacio, pero el viejo se escuda con un lloriqueo continuo, cubre su cara entre las manos, sin dejar de apreciar la escena de muerte. El mecanismo del reloj de la torre se ha puesto en marcha y adelanta un minuto.

“Perfecto, qué mejor que una muerte real para terminar con el amor de dos ancianos que quisieron convertirse en adolescentes lozanos y llenos de vida. Shakespeare está vengado. De Quincey debe estar contento. Solo bastó anular el mecanismo de la hoja del cuchillo, envasar lejía y agua mineral para obtener una muerte real de Romeo y Julieta. Ahora parten juntos a la morada eterna gracias a una pequeña ayuda. Esto sí es “cerrar con broche de oro un día dedicado al amor””.

El pendiente



Fue una vez vivo y dorado,
fue una vez puro y valiente.
Lo soñaste y diste forma, tierra:
¿ahora le negarás la tumba?
William Faulkner



Roberto, 36 años, tez morena, cabello lacio y negro, ojos café, contextura delgada.
- En realidad, yo no sentía afecto por ese pobre desgraciado, simplemente acudí a la invitación porque me enteré que tenía plata y como él en nuestra juventud no gastó un quinto, me pareció justo ir a devengar todo lo que consumió cuando se apegaba a nosotros. No esperé que hiciera eso, al fin de cuentas nunca se sentía bien con nadie. Ni siquiera con nosotros que éramos sus únicos amigos... Su familia no era precisamente eso, solo los asimilaba la mala sangre. Todos eran de baja calaña, y la madre, una arribista que siempre quiso que el hijo se juntara con lo mejor de la ciudad. Por eso lo llevó donde nosotros. No fue muy apreciado, aunque se esmeraba y conforme pasaba el tiempo, como un perro que necesita de alguien para que le rascara detrás de la oreja, él se acercó a nosotros. Bueno, así lo mantuvimos, rascándole la oreja y haciéndolo sentir como uno más, pero quién se cree eso de que los animales son como un miembro más de la familia. Si alguien forma parte de un grupo familiar, es insustituible, los perros se alternan, llegan y se van. Eso pasó con él, llegado el tiempo se fue de nuestro lado y no supimos más hasta lo de la invitación.
»Primero nos hartó de comida y bebida para luego querer envenenarnos. Yo pasé toda la noche vomitando... Horrible noche sin dormir bien, con dolores de estómago y con la boca amarga y seca, sentado sobre el frío mármol. En un momento, antes del amanecer, creí que no me levantaría. Todo hecho una cochinada y embarrado, sentía punzadas ya no solo en el estómago si no en todo el cuerpo. Él fue quien intentó matarme.

Anselmo, 35 años, rubio, ojos verdes, gordo, lampiño en extremo.
- Sentí que Roberto se retorcía de dolor a mi lado. También me puse mal y no pude dormir en toda la noche, a la madrugada concilié el sueño, pero Carmen me despertó con sus lamentos y gritos.
»Recibí una invitación suya a cenar y pensé que por fin había olvidado su enfado e intentaba reconciliarse conmigo. Mandó por mí en un lujoso automóvil. Carmen ya estaba allí y luego paramos por Anselmo. Tuve la ilusión de una de esas reuniones de antaño con todo el grupo. Con ellos en el coche conversamos de que había olvidado y perdonado todo, al fin y al cabo éramos personas adultas y en la última ocasión que lo vimos, con sus reproches y lloriqueos no llegamos a nada.
»Nunca pensé que nos invitara para eso... Desde que entramos a esa casa, él se mostró muy raro. Volaba por la habitación y nosotros reíamos con sus fingidos golpes contra las paredes, pasaba por encima de nosotros, tomaba una copa y brindaba. Era todo un espectáculo. Más lo fue a la mañana siguiente. Fue un gran shock verlo. No entiendo por qué lo hizo, el muy cretino nos montó el circo para eso... Luego de su show inició con sus quejas, que si nosotros esto, que si nosotros aquello. Pensé que todo estaría olvidado y que la reunión sería para renovar la amistad deteriorada, pero me equivoqué, fue para estropearla más.


Carmen, 37 años, delgada, cabello castaño con rizos, ojos color miel, tez canela.
- En realidad él era un hombre muy necesitado de afecto y nosotros se lo dimos a nuestra manera. No fuimos lo que se puede llamar un verdadero grupo de amigos; nos juntábamos para hablar de frivolidades y hacer cosas estúpidas, reírnos de los demás y en especial de él y con él. Para nosotros era una mascota a la cual le enseñábamos las mañas y trucos que nos hacían gracia y él las ejecutaba con fidelidad, lo que hacía que ganara nuestro afecto a fuerza de complacernos.

»Llegó a nosotros como un animal de la calle, ordinario y con aristas filosas que debían ser limadas, de igual manera su carácter irascible fue moldeándose. De tanto apegarse a nosotros aprendió muchos de nuestros gustos: la música, los libros, los autos, despreciar a los seres inferiores... Considerábamos que quienes no pertenecían a nuestro grupo no eran más que pequeñas insignificancias inservibles, y él se encontraba en el limbo, entre el bien y el mal, entre nosotros y los demás; aunque siempre hablaba de un nosotros muy sentido, nunca lo incluimos en el nuestro. Existieron dos nosotros que nunca los pudimos conciliar... Ya no los podremos conciliar.

»Cuando se nos arrimó, lo vimos como un pobre diablo en quien encontraríamos obediencia y lealtad incondicionales; él sería como el peón más confiable, como el mayordomo que con respeto participa de sus andanzas a su patrón. Él se daba por satisfecho de que gente como nosotros le abriéramos nuestro mundo para así sentirse como un invitado. No era más que un recogido. Y creo que con el pasar de los años se dio cuenta del tipo de gente que éramos -y que seguimos siendo, por qué negarlo-, y por eso tramó todo ese espectáculo.

»Recibí un sobre crema muy bonito, la semana pasada; era la invitación a una cena “entre amigos”, decía la letra escrita con tinta de color vino tinto. Era una caligrafía muy bien lograda, sin muchos adornos, sobria y elegante; decía mucho de quien la hizo: seguridad, finura, decisión, elegancia. No es que sepa grafología pero cuando una recibe una invitación así, intuye que es un hombre que desea impresionarla, que ese hombre está seguro de sí y que la mujer no dudará en acudir a esa cita. Con más curiosidad que expectativas me decidí y acepté la invitación. Un automóvil que parecía un taxi londinense llegó hasta mi casa, el chofer timbró mi puerta, se identificó y me acompañó hasta el coche. No imaginé tanta finura en un taxista. Creo que el tipo de carro esculpe y moldea a quien lo maneja, no hay duda. Para esa noche vestí de seda negra, un traje sencillo, muy ceñido y escotado, fui cubierta con mi abrigo negro. Nada pretencioso. Me sentí una reina cortejada por un plebeyo que se esforzaba por impresionarme, hice conjeturas idílicas y presumí que la cena “entre amigos” sería entre él y yo, qué más amigos se necesitaban..., pero mis pensamientos cayeron de bruces en el asfalto cuando vi que Roberto se encontraba frente a mí. Fue una sorpresa verlo allí, me contó lo de la invitación con letra vino tinto y todo lo demás, luego ya no me sorprendió ver a Anselmo a mi lado. Mis sueños de abandonarme a la conquista de un galante plebeyo se esfumaron y no tuve más remedio que compartir la realidad con aquellos dos, a quienes apenas había visto dos veces en lo que iba del año.

»Llegamos a una mansión preciosa que sobresalía de las monótonas cajas de vidrio, parecía un aparador de tres cuerpos, rematado en su cima con un rosetón y, a sus extremos, ondulantes cornisas ascendentes que se interrumpían. Las ventanas de los tres pisos se encontraban iluminadas y nos entregaban minúsculos cuadros pintados con bellas arañas de cristal, grandes puertas paneladas y doradas. En la entrada principal, un mayordomo nos recibió. Con confianza y respeto nos guió por el zaguán iluminado con luces indirectas que rebotaban en los sucesivos espejos enmarcados en doradas e intrincadas figuras arabescas. Era como desfilar por una pasarela, nuestros reflejos parecían asistentes que aplaudían. Roberto tropezó con una mesa de hierro y la botó. Nos exaltamos, y yo me asusté mucho; fue estruendoso el ruido de esos fierros contra el frío piso de losetas de mármol gris.

»El interminable zaguán desembocó en un pequeño recodo de donde emergía una escalinata de doble vertiente. A ambos lados los escalones resguardaban un escudo surcado por una franja diagonal, decorado en su exterior por vides de color café. Me pareció raro no ver ninguna insignia que identificara al escudo con alguna familia. Pensé reconocer en él a la noble familia que construyó el edificio, pero fue inútil, todo el campo estaba vacío, al igual que la franja. Se asemejaba al decorado de un pastel de quince años.

»Jugamos a quién de nosotros llegaba más rápido al descanso de la gran escalera y mis acompañantes subieron por el lado opuesto al mío, ganaron y con júbilo me cargaron en sus brazos hasta la segunda planta, en donde los espejos se repetían. Ningún cuadro decoraba las paredes y la iluminación inundaba el ancho pasillo por donde empezamos a caminar, hasta que el adusto y serio hombre que nos acompañaba corrigió nuestro rumbo y subimos un piso más.

»Culminamos la ascensión de escalones que desembocaron en un portón circular. El mayordomo corrió la pesada puerta que dejó regar la gran luminosidad de allí adentro. Entramos cegados por el destello abrumador y, luego de acondicionar nuestra vista, apreciamos una gran cúpula decorada con ornamentos silvestres.
»Los pocos espejos lograban un juego perfecto de reflexión de luces que lanzaban toda la luminosidad hacia la cúpula poblada con relieves de seres mitad hombres y mitad animales persiguiendo a bellas mujeres rollizas. Bajo la bóveda se encontraba dispuesta una mesa circular con todo lo necesario para la cena. En el centro de la media esfera, una escena apabullante: una cabra, con sus cuernos coronados con ramas, bailaba dentro de un círculo formado por mujeres que le ofrecían sus hijos. Una mujer vieja le acercaba una calavera infantil y, a su lado, otra más joven intentaba entregarle un rozagante mocoso. Por detrás, como espectadoras, muchas mujeres con sus velos y túnicas acudían hacia este animal, dejando a sus espaldas a tres hombres que pendían de una misma lanza. El paisaje gris obscuro contrastaba con los cálidos y festivos colores que lo circundaban.

»Sentimos cerrarse la puerta y a continuación oímos una voz que nos invitó a ir hasta la mesa. Asentimos y antes de ubicarnos frente al círculo multicolor del taraceado, donde estaba dispuesto el banquete, percibimos que un cuerpo se lanzó al vacío desde una cornisa donde descansa el gran domo decorado. Bajó en picada hacia nosotros como un mosquito dispuesto a picarnos. Nos asustamos, como es comprensible; creímos que se estrellaría contra nosotros. Pasó despeinándonos y tomó una rosa del centro de mesa, que al volver sobre el mismo trayecto la dejó caer en mis faldas. Se encontraba atado con una cuerda a la bóveda y estaba sujeto con un arnés. Era la misma parafernalia de las que utilizan esas personas que saltan desde los puentes hacia los ríos, pero en esta ocasión, en este salto, no rebotaba, la cuerda lo hacía volar y lo llevaba como a una marioneta.

»Pude ver la cara de mis amigos y estoy segura de que Anselmo se orinó del susto; pidió el baño y fue a encerrarse detrás de esa puerta. Nuestro anfitrión continuaba volando y girando, dando vueltas por todo el salón, diciéndonos que no había otra forma más placentera que asustar a los invitados de esa manera. Reconocí su voz fuerte y chillona, pero su aspecto físico no era el que encajaba en mi recuerdo. Ahora se lo veía mucho más maduro, con más carne alrededor de los huesos. Su cara ya no tenía ese color pardo y sus cabellos no existían, salvo un escaso mechón por detrás de sus orejas.

Era él quien nos había invitado, aquel hombrecillo que en nuestra juventud buscó refugio y compañía con nosotros. Aquel pobre diablo que demostraba fidelidad y lealtad con tal de satisfacer nuestros pedidos más bajos. Era él, el joven que necesitaba sentirse parte de algo, ser alguien junto a nosotros. Ahora, sus huesos salidos no se los veía, las cuencas de sus ojos ya no dejaban ver la calavera adolescente de hace unos años. El tiempo había corregido las imperfecciones, había tapado los huecos, curado el cuerpo. ¿Habría curado su alma? El tiempo cura heridas, dice la gente, hace olvidar, aseguran otros, pero para este hombre que no fue tratado más que como un maldito faldero de pordiosero, que mientras más mal se lo trataba, más se pegaba a las canillas, ¿existiría el olvido?, y peor aún ¿existiría el perdón?

»Dejó de balancearse por el aire y su mayordomo lo ayudó a descolgarse. Llegó hasta donde estábamos. Anselmo ya había salido del baño y no pudo dejar de mirarlo, al igual que todos nosotros. Era otro hombre, alegre, jovial, nos dirigía una sonrisa sincera -eso me pareció-; saludó con cada uno y a mí me besó la mano, como un perfecto caballero. Se lo notaba superior a lo que era y pude ver que su confianza en sí mismo lo hacía sentirse y considerarse mejor que nosotros y que cualquier ser mortal. No bastaba que lo dijera; en sus ojos, en sus movimientos y en sus gestos se percibía el afán de demostrarse superior.

»Ayudado por su mayordomo se colocó el chaqué que éste le ofreció y al llegar a la mesa, brindó a nuestra salud, por la alegría de tenernos en su casa, que sería la nuestra, nos dijo. Al momento de levantarnos para unirnos al brindis, él bebió de un trago su bebida y se sentó, mientras sin saber qué hacer, decidimos chocar las copas tímidamente para luego sentarnos con un ligero desconcierto.

»Esa noche él fue nuestro anfitrión y se mostró como tal, inició las conversaciones de las cuales nunca pudimos participar. Preguntaba y contestaba a la vez, no esperaba a que nosotros dijéramos algo, nos interrumpía y cambiaba de tema cuando iniciábamos nuestro parlamento. No hubo duda: fue el dueño de la situación, el dueño de todo. No hizo falta que nos lo dijera, era su terreno.

»Lo sentí seguro pero intranquilo, deseoso de decirnos algo. No sé, en ese instante se me vino a la mente que había matado al hombre que conocimos de jóvenes y ahora este impostor quería confesárnoslo. Efectivamente, era otro hombre. Ya no era más nuestro faldero estúpido, parecía un gallo, con su cabeza erguida por sobre todos, caminando con displicencia. Cuando no tenía una copa en la mano o su cigarro, se pasaba la palma sobre la calva, y nos lanzaba miradas profundas que llegaron a incomodarnos. Evitamos coincidir con sus ojos.

»Comimos bien, bebimos más. Durante la cena, el vino y la champaña fueron suficientes; en la sobremesa los whiskys y los vodkas se alternaron a cada minuto. Llegué a tener delante de mí tres vasos rebosantes de licor y uno más en mi mano, aún lleno.

»Con el licor en la cabeza volvimos a ser nosotros, dejamos esa falsa mojigatería que nos acompañó durante la comida y por lo que restaba de la noche quisimos volver a tener nuestro perro, acariciarlo, rascarle la oreja, estrellarlo contra la pared, regañarlo, darle de periodicazos...

»Pero ya estaba dicho, la noche era suya y no nuestra. Él fue la estrella, el protagonista de esa pingüe venganza que se tejía sobre nosotros como mortaja.

»De repente, inició con una andanada de reclamos inconsecuentes y a destiempo. ¿Por qué no nos lo dijo cuando se marchó de nuestro seno, por qué tuvo que esperar tanto tiempo? La intención de enrostrarnos su opulencia y riqueza no caló entre nosotros, sabíamos que era un nuevo rico, sabíamos de dónde había venido, conocíamos de su capacidad... de lamer botas, de sobar y limpiar traseros ajenos, de hacer lo que fuera por ser reconocido. No era un mérito tener lo que nos espetaba a la cara.

»Nadie podía engañarnos, nosotros fuimos sus primeros dueños, quienes lo moldeamos; de alguna manera lo instruimos y lo educamos, maliciosa e intencionalmente, en la adulación, en el halago fácil a un superior. Así marcamos su vida, así supimos que iría por la vida, sin ser más que alguien que se arrastra para lograr una sonrisa del jefe, una palmadita o un cariño.
»Su intención esa noche fue la de intentar que nosotros nos rebajáramos a su altura, que rompiéramos en frases corteses, en zalamerías hipócritas solo para obtener la gracia del dueño. No, así no éramos nosotros, así era él, es él. Nosotros recibimos las adulaciones de seres bajos e inferiores, a nosotros vienen esos malditos perros imbéciles que desean lamernos a costa de un buen manotazo. No. Nosotros no quisimos escuchar sus quejas, por lo menos yo no soporté verlo como heroína burlada de telenovela y me dispuse a abandonar el salón. No pude correr la puerta y el mayordomo ni siquiera intentó ayudarme. “No te canses intentando irte –dijo–. No podrás salir.” Había dispuesto que nadie saliera de la propiedad. Allí pasaríamos la noche.

»Nuevamente, sentada ante nuestro anfitrión, recibimos un huracán de reclamos.

- No quiero que lo tomen a mal. No quiero que piensen que les guardo rencor, pero sí me acuerdo de muchas cosas que me hicieron durante la juventud. Una persona puede llegar a condiciones bajas, pero con ustedes no solo que aprendí a arrastrarme, me convertí en una lombriz que se escondía en los sumideros y salía cuando me necesitaban. No era más que su criado, su fabricación, su tonto útil...

- Calló y la gran cúpula pareció derrumbarse. Nos lanzó todo el lodo que pudo, vomitó su rencor retenido. Nosotros, los únicos culpables, según él.

»El débil y pusilánime busca al fuerte para crecer, no más que él, pero crecer, adquirir volumen. Así fue como creció y pretendió ser más que nosotros, sus creadores, sus maestros. Sí, nosotros le enseñamos cómo debía adular, cómo debía adularnos para obtener algo de nosotros, qué debía entregarnos para ser recibido como uno más del grupo. Tantas veces rechazado por el mundo, encontró una alcantarilla vacía de donde salía para entrar a nuestro grupo, donde era recibido siempre y cuando bailara para nosotros, si era el caso. Siempre cumplió con eficiencia las pruebas impuestas para ser parte de la pandilla. Su iniciación duró hasta que nos abandonó.

- Siempre fui yo quien robaba, quien mentía, quien ponía la cara y el cuerpo de todas las ideas estúpidas que tenían ustedes. Yo, un iluso y estúpido muchacho, quise ser igual a ustedes, pero no lo logré. Cuando tomé conciencia no deseé parecerme a ustedes, apunté hacia algo más grande, superarlos. Y ahora que los tengo aquí puedo verlos desde arriba, así como volé sobre sus cabezas, los miro y veo seres bajos, seres inferiores. Lo que son.

- No pensé siquiera que podría ocurrir algo esa noche. Consideré que era un hom... un animal herido que necesitaba de atención. No creía en sus palabras cargadas de ira. No. Estaba esperando el momento en que se sintiera débil para atacarlo con mimos y luego... ¡el periodicazo!. Como siempre.

- Ahora que los tengo aquí, en mi casa... quiero disfrutar de la última noche que estaré con ustedes. Hemos comido, bebido... Esta invitación no fue de hermandad, como se habrán dado cuenta, tampoco de reconciliación...

- Nos había invitado para que apreciáramos cómo había triunfado sin necesidad de nosotros, que no éramos más que torvas y desaliñadas figuras humanoides que se creían superiores sin saber que realmente conformábamos lo más simple e insípido de cualquier cosa. Habíamos sido invitados para ver morir a uno de nosotros.

- Una copa ha sido envenenada. Dormiremos todos en esta mansión y mañana sabremos quién fue.

- Atendimos sus palabras con horror y desesperación. Yo quise ir al baño a devolver todas las exquisiteces que ingerí, pero el mayordomo no lo permitió. Roberto y Anselmo se abalanzaron en su contra y le propinaron una gran golpiza que no evitó. No se defendió; al contrario, al sentir que un puñetazo o un puntapié chocaba contra su cuerpo, reía, estallaba en risotadas.

»Anselmo y Roberto se cansaron de agredirlo y se sentaron junto a él, sobre el radiante piso. Desde arriba, la cabra bípeda danzaba al compás de las palmas de las mujeres. Nos sentíamos como los ahorcados de la escena.

»El maldito reía, se hinchaban su vientre y su pecho. Alzaba la copa y el alcahuete vestido de gala se la llenaba. Su risa descontrolada nos exasperaba; intenté matarlo con el trinche, pero el mareo producido por los vodkas no me dejó alcanzarlo. Caí boca arriba con la mirada fija en la calavera infantil. Me asusté. La cabra me miraba, yo era la única mujer que no aplaudía. Mis dos amigos se dedicaron a lloriquear, a quejarse de que era injusto ser asesinado por un estúpido. Desde el suelo los vi abrazarse, lamentarse, consolarse. No eran hombres, su imagen no era la de aquellos jóvenes avezados que lo intentaban todo. Parecían malditas mujeres histéricas que se dedicaban a llorar y patalear, seres inferiores que no afrontaban su suerte.

»La cabra me amenazaba, me extendía su brazo y de repente aprecié que bajaba hacia mí. Sentí una gran descarga de adrenalina, susto, pánico. Me desesperé. No quería demostrar debilidad. No debía. Yo era más que esos dos remedos de hombres. Como en cámara lenta, la cabra se acercaba y me ofrecía su pata. Fue una eternidad.

- ¡Mujer miedosa, por fin logré hacerte mear del miedo!

- Ninguna cabra bajó, fue él. En su borrachera subió hasta la cornisa y se lanzó hacia mí. Su cuerpo rozó el mío y logré alejar el pánico. Intenté ponerme en pie, pero no pude, me arrodillé y gateé. El infeliz pasó dándome una nalgada y rompió en una nueva descarga de incómodas risotadas.

»Nos insultó con grandes frases hechas, nos soltó un nuevo discurso sobre la amistad, sobre la lealtad. Dijo que no éramos seres humanos; una mutación tendría mejores valores y principios que nosotros.

»Alcancé el ventanal y pude ver el jardín iluminado, la fuente lanzaba chorros a ningún sitio. Cuánta sed sentí en ese instante, solo deseaba beber agua para salir de esa modorra pegajosa que me hacía sudar. Miré una vez más a través de la ventana, el bello jardín iluminado, el lujoso automóvil que nos trajo... Regresé a admirar el espectáculo. La risa no dejó de estallar. Él había recogido una botella de la mesa y bebía por lo alto. Bebía y reía y gritaba, y nos culpaba de toda su desgracia, de ser como era. Arrebatado de ira lanzó hacia Roberto y Anselmo la botella que explotó sobre sus cabezas, en la pared. El impávido mayordomo era una figura de cera, no decía ni hacía nada.

»La cabeza me dio vueltas y no pude lograr mantenerme despierta. El sueño y las emociones encontradas me vencieron. Al día siguiente el sol me dio de lleno, una parte del ventanal estaba rota y el viento que se colaba, me acarició el rostro y logré salir del sopor. Desperté. No fui la escogida del destino. Con la boca seca y amarga, circundada por saliva gelatinosa, viré mi cuerpo para averiguar quién había sido el afortunado.

»Al otro extremo del salón, aquellos llorones permanecían acurrucados, rodeados de vidrios rotos y vomitados, se movían. A un costado, el mayordomo continuaba de pie, impecable, y en el centro de la sala, nuestro anfitrión pendía de la cuerda, giraba en su eje, con la cabeza clavada en el pecho. De espaldas a mí, rotó para darme la cara. Percibí su camisa vomitada y sus manos crispadas evidenciaban desesperación y angustia; a sus pies, un charco verdoso buscaba por donde escapar.

»Era el cuarto hombre que colgaba en la escena pintada. Parecía un bello pendiente que la cabra se había colocado en uno de los cuernos. Las mujeres dejaron de ofrecer sus hijos al animal, que miraba fijamente su pendiente, contento.

»Eso fue lo que ocurrió esa noche. Esa bajeza nos hizo el imbécil... No supo vivir como un ser humano digno y tampoco supo morir. Él fue su víctima y su verdugo. Fue severo con nosotros por lo que hicimos con él, pero lo fue aún más consigo mismo. No pudo librarse de su condición rastrera.

El escribano

La Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.
Jorge Luis Borges, El Golem.



Antes no sabía escribir más que mi propio nombre. Era cuando estaba aprendiendo a leer y a escribir con el padre Santiago, que era bien bueno. Siempre después de las clases, él nos daba un plátano. A los más inteligentes les regalaba dos. A mí siempre me dio uno.
Mi nombre es Abelardo. En la casa me dicen Abelito, y mis amigos y los del pueblo me llaman Abelerdo. Desde hace años que trabajo en el cementerio. Ahora me voy a trabajar. Cada vez que empiezo, me acuerdo de cuando aprendí a escribir. Mi apellido era lo más difícil. Casi siempre me equivocaba y ponía otras letras que no eran o repetía mi nombre. Ahora ya no me equivoco y puedo escribir mi apellido sin ningún problema: A-lo-bue-la.
Las veces que escribo mi nombre completo, intento hacerlo lo más bonito que puedo; como ahora que estoy poniendo las letras más bonitas de mi vida. Cuando los del pueblo vean mi nombre les va a dar envidia de lo lindo que escribo.
En la escuela del padre Santiago, a mí me gustaba escribir y dibujar. Era difícil para mí porque mi mano derecha es algo necia. Siempre que escribo o dibujo con esa mano me cuesta mucho; pero cuando ya se acostumbra al trabajo, es bien fácil. Lo complicado es al principio, porque mis dedos no son muy ágiles, se quedan como tiesos y es muy incómodo trabajar con la mano abierta. Lo bueno es que cuando se va calentando ya no hay problema y puedo escribir y dibujar lo que me gusta.
Me gusta dibujar perros y pájaros. Siempre pongo la primera letra más grande que todas. La hago de diferente color y la decoro con los dibujos que yo quiero. Lo de dibujar así lo aprendí de unos libros que tenía el padre Santiago. Eran un montón de libros de los que yo copiaba los dibujos y las letras. Eran unos libros bien viejos y bonitos. No entendía lo que decían pero me di cuenta de que eran las mismas letras que el padre me había enseñado a escribir. En esos libros vi unos dibujos muy bonitos: de una letra salían ramas, flores y frutas; en otro pude ver la cara de un señor y, abajo, a un mono disfrazado de curita. El padre Santiago decía que esos libros tenían toda la sabiduría y el conocimiento del mundo. Decía también que esos libros eran una herencia. El padre Santiago sabía muchas cosas porque tenía bastantes libros.
La escuela era en la casa del padre Santiago. En el patio nos enseñaba a leer, a escribir y a hacer las cuentas. A mí siempre me ha gustado trabajar en el patio. Allí jugaba cuando era chiquito y me reía mucho con mis amigos. Ahora, como hago las lápidas para el cementerio, tengo que trabajar en el patio porque si no, ensuciaría con piedras y polvo el cuarto donde escribo los nombres en el libro, y luego me regañarían por dejar todo empolvado.
Cuando llovía teníamos que ir a la iglesia. A mí no me gustaba quedarme allí porque hacía mucho frío y no podíamos hablar muy alto. “A Dios hay que hablarle bajo y con cariño”, nos decía el padre Santiago. Siempre que llovía nos contaba historias de la Biblia, de cuando Dios hizo el mundo, de cuando un señor construyó un barcote y allí metió a todos los animales del mundo. Al contarnos esta historia, yo le pregunté al padre Santiago si algún perro como mi Tarzán había estado en ese barco, y él me contestó que sí, que todos estuvieron dentro: perros, gatos, loros, monos, de todo. Después de las historias, el padre Santiago nos enseñaba a rezar y a arrepentirnos de lo malos que éramos. Y para eso, nos enseñó una oración con la que Dios nos perdonaba. Esa que dice “Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado mucho, de pensamiento, palabra, obra y omisión...” y luego nos pegábamos en el pecho cuando decíamos “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa...” y después “...por eso ruego a Santa María siempre virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros hermanos que intercedáis por mí ante Dios, nuestro Señor”. Pero además, teníamos que acordarnos de todos los pecados que habíamos hecho y de una vez, decírselos a Dios para que él nos perdonara esas maldades. Ya perdonados, otra vez éramos buenas personas. Lo difícil era acordarse ese rato. Yo no me acordaba de nada malo que había hecho y me ponía a mirar con atención los cuadros que había en la capilla. Había unos bien bonitos sobre la vida de Jesús y sus milagros. También había unos cuadros de la virgen donde se la veía como una señora bien buena y bonita, parecida a mi mamá. Siempre la mamita virgen estaba con una como sábana azul que le cubría desde la cabeza hasta los pies. Uno de los cuadros de los que más me acuerdo, es uno en que solo está la cara y parte del cuerpo. Tiene en sus manos un corazón hirviente, lleno de fuego y cruzado por una cadena. El corazón tiene hundidos un montón de cuchillos, de esos que se usan para pelear. La mamita virgen está llorando y en las manos tiene los clavos de la cruz de su hijo y la corona de espinas. Este cuadro es bonito pero me da miedo porque ella siempre nos está viendo; a donde vayamos, sus ojos nos siguen. El padre Santiago decía que eso es porque la virgencita nos protege y que no debemos sentirnos mal, pero a mí no deja de darme miedo, a lo menos cuando es de noche y veo que todo está obscuro. Y del cuadro, lo único que brillan son sus ojos.
El cuadro del Infierno era el que más me gustaba. Estaba a la entrada del confesionario. “Este es el sitio ideal para este cuadro, para que todos se arrepientan de los pecados”, decía el padre Santiago. A mí me gusta mucho el color rojo y en ese cuadro había mucho. Casi todo el cuadro era rojo, menos las gentes que se quemaban. Ahora que me acuerdo, sí había gente roja: eran los diablos, y ellos se encargaban de torturar a la gente que había sido mala en la tierra. Cuando me acordaba de algo malo que había hecho, me ponía a temblar solo de pensar que a mí me pasaría algo igual. No quería ser uno de esos señores del cuadro. Por eso, me iba corriendo donde el padre Santiago y le contaba lo malo que había sido y le pedía que me perdonara. Todo el Infierno era como una casa grande con muchísimos cuartos, y en cada cuarto estaban los diablos que martirizaban a los pecadores. Allí estaban todos: los malos hijos, las malas mujeres, los borrachos, los mentirosos...
Por eso siempre he sido bueno y bien trabajador, para que no me lleven los diablos y no estar como los del cuadro. Como le tengo miedo al demonio, estoy haciendo una cruz grandota para que me proteja y también voy a ponerle a mi Tarzán para que me defienda. Siempre mi perro me defendió. El les mordía a todos los que me molestaban.
En la escuela solo quería escribir, nunca me gustaron los números. Sí me gustaba escribirlos y dibujarlos, pero no sumarlos ni restarlos. Nunca le puse empeño a eso y hasta ahora no sé sumar bien. En la tienda me cobran y yo le pido a la tendera que me cuente la plata y siempre me dice que está justo. No sé bien cuánto me pagan por cada hoja que escribo ni por cada lápida que hago para el cementerio del pueblo. Antes le pedía a mi primo Filemón que me ayudara a contar la plata que me pagaban. El era muy bueno y me ayudaba con las cuentas, luego yo le daba una parte y quedábamos contentos.
Yo siempre le visitaba al padre Santiago, hasta después de que nos dejó de dar clases porque dijo que nosotros ya sabíamos lo necesario para defendernos en la vida. Lo visitaba porque era muy bueno conmigo, me dejaba enseñarles a dibujar a los niños y me prestaba esos libros que tenían las letras con dibujos. Nunca entendí lo que decían esas letras pero me divertía viendo las peleas de los hombres con los dragones, me gustaba ver los decorados de los caballos y la ropa de los guerreros. Aprendí nuevas formas de hacer las Aes de mi nombre y de todas las demás letras que me enseñó el padre Santiago.
Si no hubiera visto esos libros en los que aprendí todas esas letras, no me hubieran dado el puesto de escribano en la oficina del abogado Genaro Vivas. El doctor Vivas no era tan bueno como el padre Santiago, pero según mi primo Filemón, me pagaba bien. Era el único abogado del pueblo y mucha gente lo visitaba. Yo copiaba todo lo que el doctorcito Vivas me dictaba. Lo malo era que no podía hacer una linda letra porque él hablaba muy rápido, entonces me salían las líneas chuecas y escribía con faltas de ortografía, y eso que yo no tengo mala ortografía. Al quinto dictado, el doctor se enojó conmigo y me dijo que repitiera todo. Con más tiempo y sin apuro, pude hacer unas hojas muy bonitas que todavía las guardo. Nunca se las entregué, le dije que él ya las había firmado y que yo mismo las había entregado. Desde ese día, siempre las llevo en mi pecho. Ya están viejas y sudadas, pero a mí me gusta tenerlas allí porque están seguras. Son mi tesoro porque fueron las primeras que hice.
El abogado siempre me dictaba cosas de herencias, de terrenos, de compras, de ventas, de negocios. A todo lo que decían las personas, que le contaban su problema, él le ponía la famosa frase “según el artículo tal del Código tal”. Yo creía que esa frase era importantísima porque la repetía siempre y a cada rato en el mismo dictado. La letra que hacía era de molde, gruesa y muy grande, en bloques muy parejos y sin muchas decoraciones. La primera letra era la más grande y cuando en el texto decía “artículo... del Código...”, inclinaba las letras y cambiaba de tinta, para que se notara y se supiera que el abogado Vivas sí sabía de lo que hablaba; pero cuando cambiaba de tinta, me olvidaba del artículo y del código, por eso cuando el doctor Vivas revisaba los escritos me insultaba por no haber puesto el código que era en la “denuncia presentada”. Yo le decía que no tenía por qué preocuparse, que ya le cambiaría por el número correcto, pero no lo hacía. Nunca me acordaba. Eso se lo decía para salir del apuro y para no oírlo gritar más. Ponía los números que mejor sabía dibujar y el nombre del código que más letras Aes tuviera y dibujaba la cara del abogado en la letra inicial de la palabra código. El doctor veía los dibujos y firmaba nomás. Yo no sabía que eso le traería complicaciones.
La gente del pueblo empezó a gritarle porque le habían quitado las tierras o porque no se había vendido tal cosa. El doctor revisó los escritos que firmaba sin leer y me echó la culpa de todo y me despidió.
Una vez el doctor firmó un papel que yo había hecho. Lo copié de unas hojas que encontré en el escritorio de él. Resultó ser uno de esos papeles donde dicen de quién es una casa. De eso me echó también la culpa, pero yo no tuve nada que ver porque él fue quien firmó sin leer.
Pero ya nadie me va echar la culpa de nada. Con mi Tarzán nadie se va a meter y él me va a defender de todo. Ya está bien hechito. Está parado, siempre listo para atacar. Lo puse en la parte de abajo, para que salte rápido. Hice un marco de espinas que se corta en la esquina donde está mi Tarzán. Mi mano me duele con cada martillazo que doy a la piedra, quiere abrirse pero no puede porque la amarré al cincel con una cuerda.
Mi primo Filemón fue el que más se lamentó cuando me quedé sin trabajo. “Y ahora de qué vamos a vivir”, me decía; pero yo no me preocupaba porque los de la imprenta siempre me habían buscado para que les dibujara los diplomas que hacían, y para que les escribiera los recibos de los trabajos. Había trabajo el tiempo que los niños estaban en clases. En vacaciones me aburría y no tenía qué hacer y eso me molestaba.
La gente iba a mi casa para que les hiciera esquelas o les escribiera cartas y así me ganaba la vida. A todos en el pueblo les gustaba mi letra y siempre iban a verme para que les escribiera en las puertas de sus casas el nombre de su familia y para que las decorara. Mi primer trabajo de estos fue en la casa de la señora Toapanta. Ella me dijo que quería la cara de su esposo, que había muerto hace muchos años, en la puerta de la casa, para que ningún hombre intentara acercársele con malas intenciones. “La carita de mi difunto me protegerá de esos hombres que quieren aprovecharse de las viudas que todavía están de buen ver y de buen vivir, como yo”, decía la doña. Yo no sé de qué se preocupaba la señora, si no era bonita ni tenía plata, pero como me pagaba, yo no dije nada y le pinté la cara del difunto en la puerta. Debajo de la cara puse aquí vivo por siempre, en letra grande para que toda la gente la viera.
De allí en adelante pinté casi todas las puertas del pueblo con el nombre de las familias. Mi primo Filemón me conseguía los trabajos y él se encargaba de pintar toda la casa. Por este trabajo supe quiénes vivían en el pueblo. Supe sus nombres, quiénes eran casados entre primos y hasta entre hermanos.
Yo solo hacía lo de las puertas y en cada casa intentaba hacer algo nuevo, algo que no se repitiera en las otras y mi primo pintaba las casas de la cuadra, todas con el mismo color. Cada cuadra era uniformada con un color chillón, bien encendido. A mi primo le gustaban esos colores; los amarillos fuertes, los rojos claros, los naranjas y verdes. “Es para que de noche, si se va la luz no nos dé miedo caminar por las calles”, me decía el Filemón.
El último trabajo que hice fue el que me encargaron para la pared del salón de reuniones del Retén Policial. Los policías me pidieron que dibujara un ladrón atrapado por un policía y junto a ellos a una señora agradecida. A mí no me gustó eso y mejor dibujé lo que vi en uno de los libros del padre Santiago: un guerrero que tenía alas y una capucha gris llevaba una gran espada dorada, él peleaba contra un dragón de tres cabezas y defendía a la Virgen y al niño Dios. Yo pinté lo mismo pero le cambié la capucha por la gorra de Policía y a la virgen y al niño, por una señora con su hijo. El dragón sí tenía las tres cabezas y encima de cada una de ellas escribí, con letras muy decoradas “vicio, delincuencia y desorden”. El dibujo y las letras me quedaron muy bonitos, pero a los policías no les gustó y no me pagaron, dijeron que eso no era lo que ellos habían pedido.
Con este problema ya no quise pintar más y mi primo se volvió a poner nervioso y me consiguió trabajo en el cementerio del pueblo.
“No te preocupes Abe, vos tienes una linda letra y lo mismo te da escribir con pluma que escribir con cincel y martillo”.
Mi primo tenía razón, sí me salen bonitas las letras en las lápidas. Justo ahorita estoy esculpiendo la A de mi nombre. Es grande, profunda y bien delgada. La voy a pintar con ese amarillo del oro, para que se vea aunque no haya luz. Mis manos no se acostumbran a los martillazos, aunque ya son bastantes años que hago esto. Me duelen mucho, no soporto el dolor, pero no me importa, ésta va a ser la más bonita lápida del cementerio, por eso me aguanto las ganas de gritar de dolor.
Desde ese momento trabajo como escribano del cementerio y hago las lápidas que se colocarán en las tumbas y nichos. Cuando llegué, este sitio era un verdadero cementerio: triste y aburrido. Yo me sentía muy mal cuando trabajaba, luego se me pasaba, y al rato me volvía la inseguridad de estar solo. Ahora ya no estoy solo porque en muchas partes del sitio puse unos angelotes inmensos que me cuidan. Todos los hice en piedra y los pinté de muchos colores alegres. También pinté las tumbas, los nichos y los mausoleos de muchos colores: amarillos, rojos, azules. Tienen sus decorados como las lápidas y las hojas en el libro. Así no me siento intranquilo. Ya son más de cuarenta años los que trabajo en este cementerio. Ya han muerto las personas que conocía. Las familias a las que les pinté las puertas con sus nombres han aumentado y se han mezclado con las demás. Ya no hay matrimonios entre primos. Ahora ya no hacen pintar el nombre de la familia en la puerta, dicen que eso es de chagras y han cambiado los colores de sus casas. Yo mismo he sepultado y he escrito las leyendas en las lápidas de las personas a las que les pinté los nombres de sus familias en las puertas. Antes, ellos querían que todo el pueblo supiera que allí vivían. Ahora las cosas no han cambiado nada porque además de escribir sus nombres en el libro de defunciones, también los pongo en las lápidas de las tumbas y los nichos para que se sepa que allí vivirán para siempre.
El rato que sus nombres quedan grabados en la hoja de papel, ya imagino qué tipo de letra emplearé para la lápida. En el libro de defunciones cada hoja está perfectamente marcada con el día de la semana, del mes y el año. Los días los hago con tinta roja y, siempre, la primera letra es más grande que las demás. De esta letra hago que salga un marco que rodea toda la página, del mismo rojo, y lo lleno con animales para que la próxima vez que escriba el nombre de una persona que ha muerto, no me dé miedo de hacerlo. En cada esquina de la hoja dibujo la carita de un ángel. Cuando muere un niño dibujo al niño Dios junto a su nombre, para que el pobrecito vaya directito al cielo.
Una vez puse en el libro de defunciones, junto a un nombre, la cara de un diablo rojo, feo, gordo y bigotudo. A los años dibujé la cara del abogado Vivas, pero esta vez no había ningún código que poner, sino su propio nombre. Lo hice porque me acordé lo que me hizo y me dio iras. El abogado Vivas no leía lo que firmaba porque le convenía decir que yo hacía tonterías. Después de que me despidió, el abogado cayó en la cárcel. Dijeron que le había estafado a la señora dueña de casa. Le había querido quitar la casa haciéndole firmar unos papeles que yo hice porque él me ordenó. “Yo, Dorotea Cañas, en pleno uso de mis facultades y consciente de mis actos, cedo al abogado doctor Genaro Vivas, en calidad de donación, la casa en que habito, inmueble que está ubicado frente al parque de la iglesia, en la calle de la Quebrada, número tres. Dado en esta ciudad a los veintitrés días del séptimo mes del año de mil novecientos treinta y siete.”
Esa es la única página que me da miedo ver por el nombre del abogado y el recuerdo que me trae eso. Su lápida es la única que lleva solo las iniciales. No porque yo no haya querido escribir su nombre completo, sino porque a mí me pagan por letra y por dibujo hecho en la lápida, y como esta vez nadie me iba a pagar... no le puse más que las iniciales. El doctor nunca se casó y, después de salir de la cárcel, nadie lo visitó ni se hizo cargo de él. Cuando murió, lo único que se le encontró fue un reloj de oro que sirvió para pagar el nicho, el ataúd y la misa. La plata no alcanzó para pagarme, por eso simplemente puse G. V. y la fecha de su muerte.
Mi nombre sí va completo en la lápida, ya lo terminé y está bien bonito. Ahora que lo veo y lo leo, no me importa que me duelan las manos y que no pueda trabajar bien. Solo me importa que sea el más bonito del cementerio. No quiero descansar porque luego me duermo y después no termino nunca. Voy a seguir pegándole a esta punta de fierro con el pesado martillo y a escribir mi apellido. El dolor cada vez es más grande y me dan unas ganas de gritar... Pero no tengo que gritar, luego me desconcentro y entonces las letras me salen mal.
En estos años que tengo trabajando en el cementerio he hecho lápidas muy lindas. La de los esposos Cárdenas, la gente más platuda del pueblo, tiene muchas letras y dibujos. A ellos los dibujé en el día de su matrimonio y puse en cada letra un pajarito. Los hijos de los Cárdenas me pidieron que escribiera Ni la muerte nos separó. Toda la frase está hecha con letras que demuestran amor, son delgadas, inclinadas, y con muchas líneas enroscadas, como las plantas del taxo que tienen churitos. Esta lápida la hice con mucho gusto Los esposos Cárdenas siempre fueron buenos conmigo. Me dieron mucho trabajo después de que dejé de pintar los nombres de las familias del pueblo en las puertas de cada casa. Una vez me encargaron que les hiciera un escudo en piedra. Ellos me dijeron cómo era que lo querían y yo les dibujé en un papel y luego en la piedra. El escudo era grande, me llegaba hasta la cintura. Tenía una bomba y adentro se veía un campo grande donde había un solo árbol. Todo el campo estaba sembrado con trigo y el árbol era un inmenso y lindo capulí. Debajo de la bomba estaban dos conejos que la sostenían en sus espalditas y, en sus patas estaba enredada una tela donde escribí Cárdenas, corazón y vida, con esas letras que me encantaba ver en los libros del padre Santiago. Letras serias, con rasgos firmes y gruesos. Letras llenas, rectas, que se unen por una raya flaquita.
A mí me gusta dibujar mucho esas letras. Cuando se murió mi primo Filemón, yo le puse toda la lápida con esas letras. Me dio mucha pena cuando se murió mi primo. El era el último de los que conocía en el pueblo. Ahora ya hay gente nueva a la que casi no conozco. Hasta el administrador del cementerio es nuevo. Este señor no trabaja mucho tiempo aquí. Es buena persona pero me quitó trabajo. Ya no escribo en el libro los nombres de las personas que son enterradas en este cementerio porque trajo un aparato que parece televisión, de donde salen letras y una señorita pone los nombres. No me gusta, no hay dibujitos como los que hacía yo, no hay colores y todo es en el mismo tipo de letra. Por eso, cuando mi primo Filemón murió, yo no dejé que pusieran su nombre en ese aparato. Yo mismo escribí su nombre en el libro. En una página entera puse Filemón Emeterio Caiza Alobuela, muerto el cuatro de abril de mil novecientos ochenta y nueve. Murió por bajar a la quebrada.
Mi apellido tiene muchas Aes y me encanta dibujarlas. La letra A es la primera que me enseñó a escribir el padre Santiago. Con cada martillazo mi apellido va saliendo de la piedra y puedo leerlo. Veo que el Tarzán mueve la cola y que alguien se mueve y me ve desde la cruz. No me da miedo porque estoy trabajando. Nunca me ha dado miedo cuando trabajo, ni cuando hice la cara de diablo del abogado. Me está quedando linda mi lápida. El Tarzán y la cruz los pinté de rojo con café, mezclados. Mi perrito era de ese color.
Sí, mi primo se murió cuando bajó con su burrita Florencia a la quebrada. A él le gustaba darle hierba fresca a la burra y siempre me decía que la mejor hierba estaba en la quebrada, que esa era la que a ella le gustaba. Cuando vi que la burrita regresó sola a la casa, me fui rápido a verle a mi primo. Lo encontré justito a la bajada, estaba como dormidito, igual que cuando se chumaba y se acostaba sin hacer ruido: de lado. Sus ojos estaban cerrados y parecía que había puesto una piedra como almohada. En la parte del cuello y la cabeza estaba la piedra. Yo le dije “primo levántate, no te duermas que tienes que ayudarme a llevar las piedras para las lápidas”, pero él no me contestó. Seguía dormidito. Fui corriendo a verle al doctor del Centro de Salud y me dijo que estaba muerto.
La lápida de mi primo la hice muy linda: con esas letras de las que salen las ramas de taxo, esas chureadas que le encantaban al Filemón. Le pinté la lápida de ese amarillo que tienen los limones cuando van madurando. Todo el nombre de mi primo está en el lomo de la Florencia, que toda la vida le cargó a él y de ahora en adelante lo cargaría siempre y no descansaría nunca.
Me acordé de los colores que utilizaba mi primo en las casas del pueblo y entonces me dediqué a pintar todo el cementerio de colores animados, vivos y encendidos. Cada parte del cementerio tenía su color y cada lápida también. Los colores se mezclaban y hacían parecer que el cementerio era un sitio alegre, lleno de vida. Mi intención fue hacer que mi primo Filemón no se sintiera mal en su tumba, y nada más, pero desde que vinieron los de la televisión con su gente y sus aparatos, muchas personas han venido a curiosear el cementerio y eso me da iras porque no les dejan dormir en paz a mis muertitos.
Cuando empecé a trabajar, nadie venía a este cementerio, luego, poco a poco gente de otros lados, de los pueblos vecinos y hasta de la capital vienen a conocer el lugar, como si fuera bonito salir a pasear e ir a conocer un sitio donde solo hay muertos. Mucha gente ve las tumbas y los mausoleos y se quedan boquiabiertos con los angelitos que los miran desde sus alturas. Para mí es muy incómodo poder trabajar con tanta gente viéndome. Me toman fotos, me preguntan cosas, que si yo pinté el cementerio, que si yo hice los ángeles, que si las lápidas son mías; también saben del libro y me preguntan que quién me enseñó a escribir tan bonito... Pero yo no les respondo, me hago el que estoy trabajando y no les digo nada. Insisten en preguntar y se pasan molesta que molesta con esos aparatos que dizque sirven para la televisión. Me dicen que cuente mi historia, que ellos quieren saber de mi vida, de cómo aprendí todo... Y yo no quiero saber nada de ellos, lo único que quiero es que me dejen en paz. No se dan cuenta que no tengo nada que decir, que yo no hablo, que lo único que dice de mí es mi obra, mis ángeles, mis decorados florales en los mausoleos y tumbas, y las lápidas; que si quieren saber de mí tienen que ver la página que hice en el libro y...
Desde que enterré a mi primo, me puse a escribir mi nombre en el libro de las defunciones. Antes de escribir mi nombre, decoré la página de la mejor manera que pude. Dibujé todo lo mejor que me salía e hice nuevos dibujos que nunca los había hecho, eran los que había visto en los libros del padre Santiago. En todas las hojas del libro tenía caras de angelitos, pero en la mía dibujé un marco cerrado completamente. Un marco grueso en dos colores, azul y rojo, con una línea amarilla en la mitad. En las partes en que las líneas verticales y las horizontales se cruzan, dibujé unas cruces con puntas y aspas circulares. La parte interior del marco tiene dibujadas unas olas, en las que le puse tres curitas, debajo de la página. Cada curita tenía una sotana gris que le llegaba hasta la cintura. En vez de piernas, el uno tenía patas de mono y por ellas se le veía una cola larga y flaca hecha churo. El otro tenía las patas de un perro, que meneaba la cola. Y el otro tenía las patitas de un pajarito. Cada curita con patitas de animal tenía un libro en sus manos y la cabeza estaba hacia arriba, viendo al cielo.
En la parte de arriba del marco, por adentro, en la mitad, dibujé una cruz parecida a las que hice en las esquinas. Cada una de las cuatro partes de la cruz tenía un color diferente y adentro se podía leer mi nombre. Las letras forman la imagen de taita Dios crucificado.
Mi nombre lo puse en plena mitad de la hoja, ocupé cuatro líneas para ponerlo completito: Abelardo Aníbal Alobuela Anda. Dibujé una letra A grandota, de la que salían todos mis nombres y apellidos. Esta letra la hice dentro de un cuadrado amarillo con vetas verdes, parecido a esas piedras brillosas que se ponen en los pisos de las iglesias. A la letra la rodean unos puntos de un verde más claro. La letra la pinté con un rojo color sangre y unos amarillos bajitos. La hice bien gruesa y casi cuadrada. La línea vertical de la derecha es más ancha que la de la izquierda. Las partes de arriba y abajo son más gorditas que en la mitad. Adentro de esta línea puse unos decorados que parecen plantas que se enredan y forman bombas y dentro de cada bomba dibujé la cara de un angelito. En la línea horizontal del medio, que forma la A, le dibujé dormido a mi Tarzán. Su cola es grande y forma ramas que se cruzan entre ellas, forman churos y en toda la cola tiene flores de cuatro pétalos. La línea de la izquierda no es recta ni se parece a la otra, la dibujé inclinada y gruesa en la mitad. Arriba y abajo es delgadísima. La parte de abajo sale del cuadro amarillo y se enrosca en la pierna de un soldado que está cuidando mi nombre. Tiene un casco amarillo en forma de sombrero ancho y redondo de toquilla, una pijama gris en todo el cuerpo, hasta en los pies. Encima del pijama trae puesto un vestido que le llega hasta las rodillas, sin mangas y con una cruz grande en todo el pecho. En su espalda lleva un arco y unas flechas. De su cintura cuelga una espada que le llega hasta los pies, y en su mano derecha tiene una lanza. Este soldado cuidará mi nombre y no dejará que nadie arranque la hoja.
Debajo de todo esto puse murió escribiendo su nombre y no puse la fecha.
Tres meses me demoré haciendo la página en el libro. Estaba muy cansado para empezar mi lápida y mejor descansé toda una semana. Ni siquiera dibujé en el papel su forma ni cómo serían las letras.
Ya estoy por terminar mi lápida, sé que cuando lo haga podré descansar y estaré bien contento con mi trabajo. Me está quedando bonita. Es lo mejor que he hecho, y ni se diga de mi página en el libro de defunciones. Esos dos trabajos son los mejores de mi vida.
En la lápida, entre mi nombre y mi apellido, dibujé una mano con una pluma. Ya me falta poco, únicamente tengo que hacer la última A de Alobuela y termino. El nicho que voy a ocupar está al ladito del de mi primo Filemón. Mis manos ya no me responden como antes. Ni siquiera calentándolas con más trabajo logro que los dedos se doblen de la forma normal. Tengo que trabajar con la molestia de tener extendidos casi todos los dedos. El dolor es grande y se me hace muy difícil coger el martillo y el cincel con las manos, pero no importa, sé que esta lápida será la más bonita de todo el cementerio. Ya nadie más hará letras y dibujos mejores en este pueblo. Así se acordarán del “Abelerdo” y se pondrán tristes de que ya nadie les pueda hacer más trabajos. Ya mismito voy a acabar. Los pedazos de piedra que saltan de la lápida me dan en la cara y algunos pedacitos son tan chiquitos que se me meten en los ojos y me hacen llorar. Ahora me duelen los ojos, también. Es muy difícil trabajar con estas manos que ya no son mías, que han muerto antes que todo mi cuerpo. ¡Qué linda que me está quedando! Sí, es lo mejor que he hecho en mi vida. Todas las letras son chiquitas y gorditas en la mitad, tienen forma de peces de estanque. Los peces siempre fueron un buen modelo para las letras, les dan vida. Siempre están moviéndose y así quiero que estén las letras en mi lápida. No quiero que se queden quietas porque eso parece que fuera de muerto y no quiero morirme del todo. Quiero que mis letras y mis dibujos tengan vida y que cuando la gente los vea en mi lápida, digan que así mismo he de estar yo: moviéndome, escribiendo para los ángeles en u libro divino.
Ya, ya está todo. El último martillazo al cincel ha hecho que mis manos boten los instrumentos. Mis brazos se están convirtiendo en piedra, mis manos fueron así toda la vida, ahora más, justo cuando me estoy muriendo y he logrado sacar la belleza que estaba dentro de la piedra rugosa, simple y fea. Mi cuerpo se está volviendo como mi lápida. Quiero gritar pero no puedo. Siento que me estoy haciendo de piedra. Solo puedo mover mis ojos. Veo a mi lado la lápida. Las letras se mueven como pececitos en el estanque. Así parecen mis ojos, que es lo único que puedo mover. Tengo los ojos llenos de lágrimas. Las letras de mi lápida se mueven y están viniendo hacia mí. Mis ojos van hacia las letras. Las Aes vienen. Mis ojos van. Parece como si pudiera ver dentro del agua. Todo está con agua. Mis ojos están nadando con las letras en la lápida.

El cazador

En esta ocasión el cazador no usó rifle, tampoco escopeta ni carabina. El arma fue pequeña pero eficaz: su preciada pistola con cacha de bronce e incrustaciones de marfil. La presa no merecía menos.
Ahora, el cazador ya no es más. La presa no escapó y bastó una bala para aniquilar a los dos.