martes, mayo 25, 2004

El pendiente



Fue una vez vivo y dorado,
fue una vez puro y valiente.
Lo soñaste y diste forma, tierra:
¿ahora le negarás la tumba?
William Faulkner



Roberto, 36 años, tez morena, cabello lacio y negro, ojos café, contextura delgada.
- En realidad, yo no sentía afecto por ese pobre desgraciado, simplemente acudí a la invitación porque me enteré que tenía plata y como él en nuestra juventud no gastó un quinto, me pareció justo ir a devengar todo lo que consumió cuando se apegaba a nosotros. No esperé que hiciera eso, al fin de cuentas nunca se sentía bien con nadie. Ni siquiera con nosotros que éramos sus únicos amigos... Su familia no era precisamente eso, solo los asimilaba la mala sangre. Todos eran de baja calaña, y la madre, una arribista que siempre quiso que el hijo se juntara con lo mejor de la ciudad. Por eso lo llevó donde nosotros. No fue muy apreciado, aunque se esmeraba y conforme pasaba el tiempo, como un perro que necesita de alguien para que le rascara detrás de la oreja, él se acercó a nosotros. Bueno, así lo mantuvimos, rascándole la oreja y haciéndolo sentir como uno más, pero quién se cree eso de que los animales son como un miembro más de la familia. Si alguien forma parte de un grupo familiar, es insustituible, los perros se alternan, llegan y se van. Eso pasó con él, llegado el tiempo se fue de nuestro lado y no supimos más hasta lo de la invitación.
»Primero nos hartó de comida y bebida para luego querer envenenarnos. Yo pasé toda la noche vomitando... Horrible noche sin dormir bien, con dolores de estómago y con la boca amarga y seca, sentado sobre el frío mármol. En un momento, antes del amanecer, creí que no me levantaría. Todo hecho una cochinada y embarrado, sentía punzadas ya no solo en el estómago si no en todo el cuerpo. Él fue quien intentó matarme.

Anselmo, 35 años, rubio, ojos verdes, gordo, lampiño en extremo.
- Sentí que Roberto se retorcía de dolor a mi lado. También me puse mal y no pude dormir en toda la noche, a la madrugada concilié el sueño, pero Carmen me despertó con sus lamentos y gritos.
»Recibí una invitación suya a cenar y pensé que por fin había olvidado su enfado e intentaba reconciliarse conmigo. Mandó por mí en un lujoso automóvil. Carmen ya estaba allí y luego paramos por Anselmo. Tuve la ilusión de una de esas reuniones de antaño con todo el grupo. Con ellos en el coche conversamos de que había olvidado y perdonado todo, al fin y al cabo éramos personas adultas y en la última ocasión que lo vimos, con sus reproches y lloriqueos no llegamos a nada.
»Nunca pensé que nos invitara para eso... Desde que entramos a esa casa, él se mostró muy raro. Volaba por la habitación y nosotros reíamos con sus fingidos golpes contra las paredes, pasaba por encima de nosotros, tomaba una copa y brindaba. Era todo un espectáculo. Más lo fue a la mañana siguiente. Fue un gran shock verlo. No entiendo por qué lo hizo, el muy cretino nos montó el circo para eso... Luego de su show inició con sus quejas, que si nosotros esto, que si nosotros aquello. Pensé que todo estaría olvidado y que la reunión sería para renovar la amistad deteriorada, pero me equivoqué, fue para estropearla más.


Carmen, 37 años, delgada, cabello castaño con rizos, ojos color miel, tez canela.
- En realidad él era un hombre muy necesitado de afecto y nosotros se lo dimos a nuestra manera. No fuimos lo que se puede llamar un verdadero grupo de amigos; nos juntábamos para hablar de frivolidades y hacer cosas estúpidas, reírnos de los demás y en especial de él y con él. Para nosotros era una mascota a la cual le enseñábamos las mañas y trucos que nos hacían gracia y él las ejecutaba con fidelidad, lo que hacía que ganara nuestro afecto a fuerza de complacernos.

»Llegó a nosotros como un animal de la calle, ordinario y con aristas filosas que debían ser limadas, de igual manera su carácter irascible fue moldeándose. De tanto apegarse a nosotros aprendió muchos de nuestros gustos: la música, los libros, los autos, despreciar a los seres inferiores... Considerábamos que quienes no pertenecían a nuestro grupo no eran más que pequeñas insignificancias inservibles, y él se encontraba en el limbo, entre el bien y el mal, entre nosotros y los demás; aunque siempre hablaba de un nosotros muy sentido, nunca lo incluimos en el nuestro. Existieron dos nosotros que nunca los pudimos conciliar... Ya no los podremos conciliar.

»Cuando se nos arrimó, lo vimos como un pobre diablo en quien encontraríamos obediencia y lealtad incondicionales; él sería como el peón más confiable, como el mayordomo que con respeto participa de sus andanzas a su patrón. Él se daba por satisfecho de que gente como nosotros le abriéramos nuestro mundo para así sentirse como un invitado. No era más que un recogido. Y creo que con el pasar de los años se dio cuenta del tipo de gente que éramos -y que seguimos siendo, por qué negarlo-, y por eso tramó todo ese espectáculo.

»Recibí un sobre crema muy bonito, la semana pasada; era la invitación a una cena “entre amigos”, decía la letra escrita con tinta de color vino tinto. Era una caligrafía muy bien lograda, sin muchos adornos, sobria y elegante; decía mucho de quien la hizo: seguridad, finura, decisión, elegancia. No es que sepa grafología pero cuando una recibe una invitación así, intuye que es un hombre que desea impresionarla, que ese hombre está seguro de sí y que la mujer no dudará en acudir a esa cita. Con más curiosidad que expectativas me decidí y acepté la invitación. Un automóvil que parecía un taxi londinense llegó hasta mi casa, el chofer timbró mi puerta, se identificó y me acompañó hasta el coche. No imaginé tanta finura en un taxista. Creo que el tipo de carro esculpe y moldea a quien lo maneja, no hay duda. Para esa noche vestí de seda negra, un traje sencillo, muy ceñido y escotado, fui cubierta con mi abrigo negro. Nada pretencioso. Me sentí una reina cortejada por un plebeyo que se esforzaba por impresionarme, hice conjeturas idílicas y presumí que la cena “entre amigos” sería entre él y yo, qué más amigos se necesitaban..., pero mis pensamientos cayeron de bruces en el asfalto cuando vi que Roberto se encontraba frente a mí. Fue una sorpresa verlo allí, me contó lo de la invitación con letra vino tinto y todo lo demás, luego ya no me sorprendió ver a Anselmo a mi lado. Mis sueños de abandonarme a la conquista de un galante plebeyo se esfumaron y no tuve más remedio que compartir la realidad con aquellos dos, a quienes apenas había visto dos veces en lo que iba del año.

»Llegamos a una mansión preciosa que sobresalía de las monótonas cajas de vidrio, parecía un aparador de tres cuerpos, rematado en su cima con un rosetón y, a sus extremos, ondulantes cornisas ascendentes que se interrumpían. Las ventanas de los tres pisos se encontraban iluminadas y nos entregaban minúsculos cuadros pintados con bellas arañas de cristal, grandes puertas paneladas y doradas. En la entrada principal, un mayordomo nos recibió. Con confianza y respeto nos guió por el zaguán iluminado con luces indirectas que rebotaban en los sucesivos espejos enmarcados en doradas e intrincadas figuras arabescas. Era como desfilar por una pasarela, nuestros reflejos parecían asistentes que aplaudían. Roberto tropezó con una mesa de hierro y la botó. Nos exaltamos, y yo me asusté mucho; fue estruendoso el ruido de esos fierros contra el frío piso de losetas de mármol gris.

»El interminable zaguán desembocó en un pequeño recodo de donde emergía una escalinata de doble vertiente. A ambos lados los escalones resguardaban un escudo surcado por una franja diagonal, decorado en su exterior por vides de color café. Me pareció raro no ver ninguna insignia que identificara al escudo con alguna familia. Pensé reconocer en él a la noble familia que construyó el edificio, pero fue inútil, todo el campo estaba vacío, al igual que la franja. Se asemejaba al decorado de un pastel de quince años.

»Jugamos a quién de nosotros llegaba más rápido al descanso de la gran escalera y mis acompañantes subieron por el lado opuesto al mío, ganaron y con júbilo me cargaron en sus brazos hasta la segunda planta, en donde los espejos se repetían. Ningún cuadro decoraba las paredes y la iluminación inundaba el ancho pasillo por donde empezamos a caminar, hasta que el adusto y serio hombre que nos acompañaba corrigió nuestro rumbo y subimos un piso más.

»Culminamos la ascensión de escalones que desembocaron en un portón circular. El mayordomo corrió la pesada puerta que dejó regar la gran luminosidad de allí adentro. Entramos cegados por el destello abrumador y, luego de acondicionar nuestra vista, apreciamos una gran cúpula decorada con ornamentos silvestres.
»Los pocos espejos lograban un juego perfecto de reflexión de luces que lanzaban toda la luminosidad hacia la cúpula poblada con relieves de seres mitad hombres y mitad animales persiguiendo a bellas mujeres rollizas. Bajo la bóveda se encontraba dispuesta una mesa circular con todo lo necesario para la cena. En el centro de la media esfera, una escena apabullante: una cabra, con sus cuernos coronados con ramas, bailaba dentro de un círculo formado por mujeres que le ofrecían sus hijos. Una mujer vieja le acercaba una calavera infantil y, a su lado, otra más joven intentaba entregarle un rozagante mocoso. Por detrás, como espectadoras, muchas mujeres con sus velos y túnicas acudían hacia este animal, dejando a sus espaldas a tres hombres que pendían de una misma lanza. El paisaje gris obscuro contrastaba con los cálidos y festivos colores que lo circundaban.

»Sentimos cerrarse la puerta y a continuación oímos una voz que nos invitó a ir hasta la mesa. Asentimos y antes de ubicarnos frente al círculo multicolor del taraceado, donde estaba dispuesto el banquete, percibimos que un cuerpo se lanzó al vacío desde una cornisa donde descansa el gran domo decorado. Bajó en picada hacia nosotros como un mosquito dispuesto a picarnos. Nos asustamos, como es comprensible; creímos que se estrellaría contra nosotros. Pasó despeinándonos y tomó una rosa del centro de mesa, que al volver sobre el mismo trayecto la dejó caer en mis faldas. Se encontraba atado con una cuerda a la bóveda y estaba sujeto con un arnés. Era la misma parafernalia de las que utilizan esas personas que saltan desde los puentes hacia los ríos, pero en esta ocasión, en este salto, no rebotaba, la cuerda lo hacía volar y lo llevaba como a una marioneta.

»Pude ver la cara de mis amigos y estoy segura de que Anselmo se orinó del susto; pidió el baño y fue a encerrarse detrás de esa puerta. Nuestro anfitrión continuaba volando y girando, dando vueltas por todo el salón, diciéndonos que no había otra forma más placentera que asustar a los invitados de esa manera. Reconocí su voz fuerte y chillona, pero su aspecto físico no era el que encajaba en mi recuerdo. Ahora se lo veía mucho más maduro, con más carne alrededor de los huesos. Su cara ya no tenía ese color pardo y sus cabellos no existían, salvo un escaso mechón por detrás de sus orejas.

Era él quien nos había invitado, aquel hombrecillo que en nuestra juventud buscó refugio y compañía con nosotros. Aquel pobre diablo que demostraba fidelidad y lealtad con tal de satisfacer nuestros pedidos más bajos. Era él, el joven que necesitaba sentirse parte de algo, ser alguien junto a nosotros. Ahora, sus huesos salidos no se los veía, las cuencas de sus ojos ya no dejaban ver la calavera adolescente de hace unos años. El tiempo había corregido las imperfecciones, había tapado los huecos, curado el cuerpo. ¿Habría curado su alma? El tiempo cura heridas, dice la gente, hace olvidar, aseguran otros, pero para este hombre que no fue tratado más que como un maldito faldero de pordiosero, que mientras más mal se lo trataba, más se pegaba a las canillas, ¿existiría el olvido?, y peor aún ¿existiría el perdón?

»Dejó de balancearse por el aire y su mayordomo lo ayudó a descolgarse. Llegó hasta donde estábamos. Anselmo ya había salido del baño y no pudo dejar de mirarlo, al igual que todos nosotros. Era otro hombre, alegre, jovial, nos dirigía una sonrisa sincera -eso me pareció-; saludó con cada uno y a mí me besó la mano, como un perfecto caballero. Se lo notaba superior a lo que era y pude ver que su confianza en sí mismo lo hacía sentirse y considerarse mejor que nosotros y que cualquier ser mortal. No bastaba que lo dijera; en sus ojos, en sus movimientos y en sus gestos se percibía el afán de demostrarse superior.

»Ayudado por su mayordomo se colocó el chaqué que éste le ofreció y al llegar a la mesa, brindó a nuestra salud, por la alegría de tenernos en su casa, que sería la nuestra, nos dijo. Al momento de levantarnos para unirnos al brindis, él bebió de un trago su bebida y se sentó, mientras sin saber qué hacer, decidimos chocar las copas tímidamente para luego sentarnos con un ligero desconcierto.

»Esa noche él fue nuestro anfitrión y se mostró como tal, inició las conversaciones de las cuales nunca pudimos participar. Preguntaba y contestaba a la vez, no esperaba a que nosotros dijéramos algo, nos interrumpía y cambiaba de tema cuando iniciábamos nuestro parlamento. No hubo duda: fue el dueño de la situación, el dueño de todo. No hizo falta que nos lo dijera, era su terreno.

»Lo sentí seguro pero intranquilo, deseoso de decirnos algo. No sé, en ese instante se me vino a la mente que había matado al hombre que conocimos de jóvenes y ahora este impostor quería confesárnoslo. Efectivamente, era otro hombre. Ya no era más nuestro faldero estúpido, parecía un gallo, con su cabeza erguida por sobre todos, caminando con displicencia. Cuando no tenía una copa en la mano o su cigarro, se pasaba la palma sobre la calva, y nos lanzaba miradas profundas que llegaron a incomodarnos. Evitamos coincidir con sus ojos.

»Comimos bien, bebimos más. Durante la cena, el vino y la champaña fueron suficientes; en la sobremesa los whiskys y los vodkas se alternaron a cada minuto. Llegué a tener delante de mí tres vasos rebosantes de licor y uno más en mi mano, aún lleno.

»Con el licor en la cabeza volvimos a ser nosotros, dejamos esa falsa mojigatería que nos acompañó durante la comida y por lo que restaba de la noche quisimos volver a tener nuestro perro, acariciarlo, rascarle la oreja, estrellarlo contra la pared, regañarlo, darle de periodicazos...

»Pero ya estaba dicho, la noche era suya y no nuestra. Él fue la estrella, el protagonista de esa pingüe venganza que se tejía sobre nosotros como mortaja.

»De repente, inició con una andanada de reclamos inconsecuentes y a destiempo. ¿Por qué no nos lo dijo cuando se marchó de nuestro seno, por qué tuvo que esperar tanto tiempo? La intención de enrostrarnos su opulencia y riqueza no caló entre nosotros, sabíamos que era un nuevo rico, sabíamos de dónde había venido, conocíamos de su capacidad... de lamer botas, de sobar y limpiar traseros ajenos, de hacer lo que fuera por ser reconocido. No era un mérito tener lo que nos espetaba a la cara.

»Nadie podía engañarnos, nosotros fuimos sus primeros dueños, quienes lo moldeamos; de alguna manera lo instruimos y lo educamos, maliciosa e intencionalmente, en la adulación, en el halago fácil a un superior. Así marcamos su vida, así supimos que iría por la vida, sin ser más que alguien que se arrastra para lograr una sonrisa del jefe, una palmadita o un cariño.
»Su intención esa noche fue la de intentar que nosotros nos rebajáramos a su altura, que rompiéramos en frases corteses, en zalamerías hipócritas solo para obtener la gracia del dueño. No, así no éramos nosotros, así era él, es él. Nosotros recibimos las adulaciones de seres bajos e inferiores, a nosotros vienen esos malditos perros imbéciles que desean lamernos a costa de un buen manotazo. No. Nosotros no quisimos escuchar sus quejas, por lo menos yo no soporté verlo como heroína burlada de telenovela y me dispuse a abandonar el salón. No pude correr la puerta y el mayordomo ni siquiera intentó ayudarme. “No te canses intentando irte –dijo–. No podrás salir.” Había dispuesto que nadie saliera de la propiedad. Allí pasaríamos la noche.

»Nuevamente, sentada ante nuestro anfitrión, recibimos un huracán de reclamos.

- No quiero que lo tomen a mal. No quiero que piensen que les guardo rencor, pero sí me acuerdo de muchas cosas que me hicieron durante la juventud. Una persona puede llegar a condiciones bajas, pero con ustedes no solo que aprendí a arrastrarme, me convertí en una lombriz que se escondía en los sumideros y salía cuando me necesitaban. No era más que su criado, su fabricación, su tonto útil...

- Calló y la gran cúpula pareció derrumbarse. Nos lanzó todo el lodo que pudo, vomitó su rencor retenido. Nosotros, los únicos culpables, según él.

»El débil y pusilánime busca al fuerte para crecer, no más que él, pero crecer, adquirir volumen. Así fue como creció y pretendió ser más que nosotros, sus creadores, sus maestros. Sí, nosotros le enseñamos cómo debía adular, cómo debía adularnos para obtener algo de nosotros, qué debía entregarnos para ser recibido como uno más del grupo. Tantas veces rechazado por el mundo, encontró una alcantarilla vacía de donde salía para entrar a nuestro grupo, donde era recibido siempre y cuando bailara para nosotros, si era el caso. Siempre cumplió con eficiencia las pruebas impuestas para ser parte de la pandilla. Su iniciación duró hasta que nos abandonó.

- Siempre fui yo quien robaba, quien mentía, quien ponía la cara y el cuerpo de todas las ideas estúpidas que tenían ustedes. Yo, un iluso y estúpido muchacho, quise ser igual a ustedes, pero no lo logré. Cuando tomé conciencia no deseé parecerme a ustedes, apunté hacia algo más grande, superarlos. Y ahora que los tengo aquí puedo verlos desde arriba, así como volé sobre sus cabezas, los miro y veo seres bajos, seres inferiores. Lo que son.

- No pensé siquiera que podría ocurrir algo esa noche. Consideré que era un hom... un animal herido que necesitaba de atención. No creía en sus palabras cargadas de ira. No. Estaba esperando el momento en que se sintiera débil para atacarlo con mimos y luego... ¡el periodicazo!. Como siempre.

- Ahora que los tengo aquí, en mi casa... quiero disfrutar de la última noche que estaré con ustedes. Hemos comido, bebido... Esta invitación no fue de hermandad, como se habrán dado cuenta, tampoco de reconciliación...

- Nos había invitado para que apreciáramos cómo había triunfado sin necesidad de nosotros, que no éramos más que torvas y desaliñadas figuras humanoides que se creían superiores sin saber que realmente conformábamos lo más simple e insípido de cualquier cosa. Habíamos sido invitados para ver morir a uno de nosotros.

- Una copa ha sido envenenada. Dormiremos todos en esta mansión y mañana sabremos quién fue.

- Atendimos sus palabras con horror y desesperación. Yo quise ir al baño a devolver todas las exquisiteces que ingerí, pero el mayordomo no lo permitió. Roberto y Anselmo se abalanzaron en su contra y le propinaron una gran golpiza que no evitó. No se defendió; al contrario, al sentir que un puñetazo o un puntapié chocaba contra su cuerpo, reía, estallaba en risotadas.

»Anselmo y Roberto se cansaron de agredirlo y se sentaron junto a él, sobre el radiante piso. Desde arriba, la cabra bípeda danzaba al compás de las palmas de las mujeres. Nos sentíamos como los ahorcados de la escena.

»El maldito reía, se hinchaban su vientre y su pecho. Alzaba la copa y el alcahuete vestido de gala se la llenaba. Su risa descontrolada nos exasperaba; intenté matarlo con el trinche, pero el mareo producido por los vodkas no me dejó alcanzarlo. Caí boca arriba con la mirada fija en la calavera infantil. Me asusté. La cabra me miraba, yo era la única mujer que no aplaudía. Mis dos amigos se dedicaron a lloriquear, a quejarse de que era injusto ser asesinado por un estúpido. Desde el suelo los vi abrazarse, lamentarse, consolarse. No eran hombres, su imagen no era la de aquellos jóvenes avezados que lo intentaban todo. Parecían malditas mujeres histéricas que se dedicaban a llorar y patalear, seres inferiores que no afrontaban su suerte.

»La cabra me amenazaba, me extendía su brazo y de repente aprecié que bajaba hacia mí. Sentí una gran descarga de adrenalina, susto, pánico. Me desesperé. No quería demostrar debilidad. No debía. Yo era más que esos dos remedos de hombres. Como en cámara lenta, la cabra se acercaba y me ofrecía su pata. Fue una eternidad.

- ¡Mujer miedosa, por fin logré hacerte mear del miedo!

- Ninguna cabra bajó, fue él. En su borrachera subió hasta la cornisa y se lanzó hacia mí. Su cuerpo rozó el mío y logré alejar el pánico. Intenté ponerme en pie, pero no pude, me arrodillé y gateé. El infeliz pasó dándome una nalgada y rompió en una nueva descarga de incómodas risotadas.

»Nos insultó con grandes frases hechas, nos soltó un nuevo discurso sobre la amistad, sobre la lealtad. Dijo que no éramos seres humanos; una mutación tendría mejores valores y principios que nosotros.

»Alcancé el ventanal y pude ver el jardín iluminado, la fuente lanzaba chorros a ningún sitio. Cuánta sed sentí en ese instante, solo deseaba beber agua para salir de esa modorra pegajosa que me hacía sudar. Miré una vez más a través de la ventana, el bello jardín iluminado, el lujoso automóvil que nos trajo... Regresé a admirar el espectáculo. La risa no dejó de estallar. Él había recogido una botella de la mesa y bebía por lo alto. Bebía y reía y gritaba, y nos culpaba de toda su desgracia, de ser como era. Arrebatado de ira lanzó hacia Roberto y Anselmo la botella que explotó sobre sus cabezas, en la pared. El impávido mayordomo era una figura de cera, no decía ni hacía nada.

»La cabeza me dio vueltas y no pude lograr mantenerme despierta. El sueño y las emociones encontradas me vencieron. Al día siguiente el sol me dio de lleno, una parte del ventanal estaba rota y el viento que se colaba, me acarició el rostro y logré salir del sopor. Desperté. No fui la escogida del destino. Con la boca seca y amarga, circundada por saliva gelatinosa, viré mi cuerpo para averiguar quién había sido el afortunado.

»Al otro extremo del salón, aquellos llorones permanecían acurrucados, rodeados de vidrios rotos y vomitados, se movían. A un costado, el mayordomo continuaba de pie, impecable, y en el centro de la sala, nuestro anfitrión pendía de la cuerda, giraba en su eje, con la cabeza clavada en el pecho. De espaldas a mí, rotó para darme la cara. Percibí su camisa vomitada y sus manos crispadas evidenciaban desesperación y angustia; a sus pies, un charco verdoso buscaba por donde escapar.

»Era el cuarto hombre que colgaba en la escena pintada. Parecía un bello pendiente que la cabra se había colocado en uno de los cuernos. Las mujeres dejaron de ofrecer sus hijos al animal, que miraba fijamente su pendiente, contento.

»Eso fue lo que ocurrió esa noche. Esa bajeza nos hizo el imbécil... No supo vivir como un ser humano digno y tampoco supo morir. Él fue su víctima y su verdugo. Fue severo con nosotros por lo que hicimos con él, pero lo fue aún más consigo mismo. No pudo librarse de su condición rastrera.

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