martes, mayo 25, 2004

El escribano

La Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.
Jorge Luis Borges, El Golem.



Antes no sabía escribir más que mi propio nombre. Era cuando estaba aprendiendo a leer y a escribir con el padre Santiago, que era bien bueno. Siempre después de las clases, él nos daba un plátano. A los más inteligentes les regalaba dos. A mí siempre me dio uno.
Mi nombre es Abelardo. En la casa me dicen Abelito, y mis amigos y los del pueblo me llaman Abelerdo. Desde hace años que trabajo en el cementerio. Ahora me voy a trabajar. Cada vez que empiezo, me acuerdo de cuando aprendí a escribir. Mi apellido era lo más difícil. Casi siempre me equivocaba y ponía otras letras que no eran o repetía mi nombre. Ahora ya no me equivoco y puedo escribir mi apellido sin ningún problema: A-lo-bue-la.
Las veces que escribo mi nombre completo, intento hacerlo lo más bonito que puedo; como ahora que estoy poniendo las letras más bonitas de mi vida. Cuando los del pueblo vean mi nombre les va a dar envidia de lo lindo que escribo.
En la escuela del padre Santiago, a mí me gustaba escribir y dibujar. Era difícil para mí porque mi mano derecha es algo necia. Siempre que escribo o dibujo con esa mano me cuesta mucho; pero cuando ya se acostumbra al trabajo, es bien fácil. Lo complicado es al principio, porque mis dedos no son muy ágiles, se quedan como tiesos y es muy incómodo trabajar con la mano abierta. Lo bueno es que cuando se va calentando ya no hay problema y puedo escribir y dibujar lo que me gusta.
Me gusta dibujar perros y pájaros. Siempre pongo la primera letra más grande que todas. La hago de diferente color y la decoro con los dibujos que yo quiero. Lo de dibujar así lo aprendí de unos libros que tenía el padre Santiago. Eran un montón de libros de los que yo copiaba los dibujos y las letras. Eran unos libros bien viejos y bonitos. No entendía lo que decían pero me di cuenta de que eran las mismas letras que el padre me había enseñado a escribir. En esos libros vi unos dibujos muy bonitos: de una letra salían ramas, flores y frutas; en otro pude ver la cara de un señor y, abajo, a un mono disfrazado de curita. El padre Santiago decía que esos libros tenían toda la sabiduría y el conocimiento del mundo. Decía también que esos libros eran una herencia. El padre Santiago sabía muchas cosas porque tenía bastantes libros.
La escuela era en la casa del padre Santiago. En el patio nos enseñaba a leer, a escribir y a hacer las cuentas. A mí siempre me ha gustado trabajar en el patio. Allí jugaba cuando era chiquito y me reía mucho con mis amigos. Ahora, como hago las lápidas para el cementerio, tengo que trabajar en el patio porque si no, ensuciaría con piedras y polvo el cuarto donde escribo los nombres en el libro, y luego me regañarían por dejar todo empolvado.
Cuando llovía teníamos que ir a la iglesia. A mí no me gustaba quedarme allí porque hacía mucho frío y no podíamos hablar muy alto. “A Dios hay que hablarle bajo y con cariño”, nos decía el padre Santiago. Siempre que llovía nos contaba historias de la Biblia, de cuando Dios hizo el mundo, de cuando un señor construyó un barcote y allí metió a todos los animales del mundo. Al contarnos esta historia, yo le pregunté al padre Santiago si algún perro como mi Tarzán había estado en ese barco, y él me contestó que sí, que todos estuvieron dentro: perros, gatos, loros, monos, de todo. Después de las historias, el padre Santiago nos enseñaba a rezar y a arrepentirnos de lo malos que éramos. Y para eso, nos enseñó una oración con la que Dios nos perdonaba. Esa que dice “Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado mucho, de pensamiento, palabra, obra y omisión...” y luego nos pegábamos en el pecho cuando decíamos “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa...” y después “...por eso ruego a Santa María siempre virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros hermanos que intercedáis por mí ante Dios, nuestro Señor”. Pero además, teníamos que acordarnos de todos los pecados que habíamos hecho y de una vez, decírselos a Dios para que él nos perdonara esas maldades. Ya perdonados, otra vez éramos buenas personas. Lo difícil era acordarse ese rato. Yo no me acordaba de nada malo que había hecho y me ponía a mirar con atención los cuadros que había en la capilla. Había unos bien bonitos sobre la vida de Jesús y sus milagros. También había unos cuadros de la virgen donde se la veía como una señora bien buena y bonita, parecida a mi mamá. Siempre la mamita virgen estaba con una como sábana azul que le cubría desde la cabeza hasta los pies. Uno de los cuadros de los que más me acuerdo, es uno en que solo está la cara y parte del cuerpo. Tiene en sus manos un corazón hirviente, lleno de fuego y cruzado por una cadena. El corazón tiene hundidos un montón de cuchillos, de esos que se usan para pelear. La mamita virgen está llorando y en las manos tiene los clavos de la cruz de su hijo y la corona de espinas. Este cuadro es bonito pero me da miedo porque ella siempre nos está viendo; a donde vayamos, sus ojos nos siguen. El padre Santiago decía que eso es porque la virgencita nos protege y que no debemos sentirnos mal, pero a mí no deja de darme miedo, a lo menos cuando es de noche y veo que todo está obscuro. Y del cuadro, lo único que brillan son sus ojos.
El cuadro del Infierno era el que más me gustaba. Estaba a la entrada del confesionario. “Este es el sitio ideal para este cuadro, para que todos se arrepientan de los pecados”, decía el padre Santiago. A mí me gusta mucho el color rojo y en ese cuadro había mucho. Casi todo el cuadro era rojo, menos las gentes que se quemaban. Ahora que me acuerdo, sí había gente roja: eran los diablos, y ellos se encargaban de torturar a la gente que había sido mala en la tierra. Cuando me acordaba de algo malo que había hecho, me ponía a temblar solo de pensar que a mí me pasaría algo igual. No quería ser uno de esos señores del cuadro. Por eso, me iba corriendo donde el padre Santiago y le contaba lo malo que había sido y le pedía que me perdonara. Todo el Infierno era como una casa grande con muchísimos cuartos, y en cada cuarto estaban los diablos que martirizaban a los pecadores. Allí estaban todos: los malos hijos, las malas mujeres, los borrachos, los mentirosos...
Por eso siempre he sido bueno y bien trabajador, para que no me lleven los diablos y no estar como los del cuadro. Como le tengo miedo al demonio, estoy haciendo una cruz grandota para que me proteja y también voy a ponerle a mi Tarzán para que me defienda. Siempre mi perro me defendió. El les mordía a todos los que me molestaban.
En la escuela solo quería escribir, nunca me gustaron los números. Sí me gustaba escribirlos y dibujarlos, pero no sumarlos ni restarlos. Nunca le puse empeño a eso y hasta ahora no sé sumar bien. En la tienda me cobran y yo le pido a la tendera que me cuente la plata y siempre me dice que está justo. No sé bien cuánto me pagan por cada hoja que escribo ni por cada lápida que hago para el cementerio del pueblo. Antes le pedía a mi primo Filemón que me ayudara a contar la plata que me pagaban. El era muy bueno y me ayudaba con las cuentas, luego yo le daba una parte y quedábamos contentos.
Yo siempre le visitaba al padre Santiago, hasta después de que nos dejó de dar clases porque dijo que nosotros ya sabíamos lo necesario para defendernos en la vida. Lo visitaba porque era muy bueno conmigo, me dejaba enseñarles a dibujar a los niños y me prestaba esos libros que tenían las letras con dibujos. Nunca entendí lo que decían esas letras pero me divertía viendo las peleas de los hombres con los dragones, me gustaba ver los decorados de los caballos y la ropa de los guerreros. Aprendí nuevas formas de hacer las Aes de mi nombre y de todas las demás letras que me enseñó el padre Santiago.
Si no hubiera visto esos libros en los que aprendí todas esas letras, no me hubieran dado el puesto de escribano en la oficina del abogado Genaro Vivas. El doctor Vivas no era tan bueno como el padre Santiago, pero según mi primo Filemón, me pagaba bien. Era el único abogado del pueblo y mucha gente lo visitaba. Yo copiaba todo lo que el doctorcito Vivas me dictaba. Lo malo era que no podía hacer una linda letra porque él hablaba muy rápido, entonces me salían las líneas chuecas y escribía con faltas de ortografía, y eso que yo no tengo mala ortografía. Al quinto dictado, el doctor se enojó conmigo y me dijo que repitiera todo. Con más tiempo y sin apuro, pude hacer unas hojas muy bonitas que todavía las guardo. Nunca se las entregué, le dije que él ya las había firmado y que yo mismo las había entregado. Desde ese día, siempre las llevo en mi pecho. Ya están viejas y sudadas, pero a mí me gusta tenerlas allí porque están seguras. Son mi tesoro porque fueron las primeras que hice.
El abogado siempre me dictaba cosas de herencias, de terrenos, de compras, de ventas, de negocios. A todo lo que decían las personas, que le contaban su problema, él le ponía la famosa frase “según el artículo tal del Código tal”. Yo creía que esa frase era importantísima porque la repetía siempre y a cada rato en el mismo dictado. La letra que hacía era de molde, gruesa y muy grande, en bloques muy parejos y sin muchas decoraciones. La primera letra era la más grande y cuando en el texto decía “artículo... del Código...”, inclinaba las letras y cambiaba de tinta, para que se notara y se supiera que el abogado Vivas sí sabía de lo que hablaba; pero cuando cambiaba de tinta, me olvidaba del artículo y del código, por eso cuando el doctor Vivas revisaba los escritos me insultaba por no haber puesto el código que era en la “denuncia presentada”. Yo le decía que no tenía por qué preocuparse, que ya le cambiaría por el número correcto, pero no lo hacía. Nunca me acordaba. Eso se lo decía para salir del apuro y para no oírlo gritar más. Ponía los números que mejor sabía dibujar y el nombre del código que más letras Aes tuviera y dibujaba la cara del abogado en la letra inicial de la palabra código. El doctor veía los dibujos y firmaba nomás. Yo no sabía que eso le traería complicaciones.
La gente del pueblo empezó a gritarle porque le habían quitado las tierras o porque no se había vendido tal cosa. El doctor revisó los escritos que firmaba sin leer y me echó la culpa de todo y me despidió.
Una vez el doctor firmó un papel que yo había hecho. Lo copié de unas hojas que encontré en el escritorio de él. Resultó ser uno de esos papeles donde dicen de quién es una casa. De eso me echó también la culpa, pero yo no tuve nada que ver porque él fue quien firmó sin leer.
Pero ya nadie me va echar la culpa de nada. Con mi Tarzán nadie se va a meter y él me va a defender de todo. Ya está bien hechito. Está parado, siempre listo para atacar. Lo puse en la parte de abajo, para que salte rápido. Hice un marco de espinas que se corta en la esquina donde está mi Tarzán. Mi mano me duele con cada martillazo que doy a la piedra, quiere abrirse pero no puede porque la amarré al cincel con una cuerda.
Mi primo Filemón fue el que más se lamentó cuando me quedé sin trabajo. “Y ahora de qué vamos a vivir”, me decía; pero yo no me preocupaba porque los de la imprenta siempre me habían buscado para que les dibujara los diplomas que hacían, y para que les escribiera los recibos de los trabajos. Había trabajo el tiempo que los niños estaban en clases. En vacaciones me aburría y no tenía qué hacer y eso me molestaba.
La gente iba a mi casa para que les hiciera esquelas o les escribiera cartas y así me ganaba la vida. A todos en el pueblo les gustaba mi letra y siempre iban a verme para que les escribiera en las puertas de sus casas el nombre de su familia y para que las decorara. Mi primer trabajo de estos fue en la casa de la señora Toapanta. Ella me dijo que quería la cara de su esposo, que había muerto hace muchos años, en la puerta de la casa, para que ningún hombre intentara acercársele con malas intenciones. “La carita de mi difunto me protegerá de esos hombres que quieren aprovecharse de las viudas que todavía están de buen ver y de buen vivir, como yo”, decía la doña. Yo no sé de qué se preocupaba la señora, si no era bonita ni tenía plata, pero como me pagaba, yo no dije nada y le pinté la cara del difunto en la puerta. Debajo de la cara puse aquí vivo por siempre, en letra grande para que toda la gente la viera.
De allí en adelante pinté casi todas las puertas del pueblo con el nombre de las familias. Mi primo Filemón me conseguía los trabajos y él se encargaba de pintar toda la casa. Por este trabajo supe quiénes vivían en el pueblo. Supe sus nombres, quiénes eran casados entre primos y hasta entre hermanos.
Yo solo hacía lo de las puertas y en cada casa intentaba hacer algo nuevo, algo que no se repitiera en las otras y mi primo pintaba las casas de la cuadra, todas con el mismo color. Cada cuadra era uniformada con un color chillón, bien encendido. A mi primo le gustaban esos colores; los amarillos fuertes, los rojos claros, los naranjas y verdes. “Es para que de noche, si se va la luz no nos dé miedo caminar por las calles”, me decía el Filemón.
El último trabajo que hice fue el que me encargaron para la pared del salón de reuniones del Retén Policial. Los policías me pidieron que dibujara un ladrón atrapado por un policía y junto a ellos a una señora agradecida. A mí no me gustó eso y mejor dibujé lo que vi en uno de los libros del padre Santiago: un guerrero que tenía alas y una capucha gris llevaba una gran espada dorada, él peleaba contra un dragón de tres cabezas y defendía a la Virgen y al niño Dios. Yo pinté lo mismo pero le cambié la capucha por la gorra de Policía y a la virgen y al niño, por una señora con su hijo. El dragón sí tenía las tres cabezas y encima de cada una de ellas escribí, con letras muy decoradas “vicio, delincuencia y desorden”. El dibujo y las letras me quedaron muy bonitos, pero a los policías no les gustó y no me pagaron, dijeron que eso no era lo que ellos habían pedido.
Con este problema ya no quise pintar más y mi primo se volvió a poner nervioso y me consiguió trabajo en el cementerio del pueblo.
“No te preocupes Abe, vos tienes una linda letra y lo mismo te da escribir con pluma que escribir con cincel y martillo”.
Mi primo tenía razón, sí me salen bonitas las letras en las lápidas. Justo ahorita estoy esculpiendo la A de mi nombre. Es grande, profunda y bien delgada. La voy a pintar con ese amarillo del oro, para que se vea aunque no haya luz. Mis manos no se acostumbran a los martillazos, aunque ya son bastantes años que hago esto. Me duelen mucho, no soporto el dolor, pero no me importa, ésta va a ser la más bonita lápida del cementerio, por eso me aguanto las ganas de gritar de dolor.
Desde ese momento trabajo como escribano del cementerio y hago las lápidas que se colocarán en las tumbas y nichos. Cuando llegué, este sitio era un verdadero cementerio: triste y aburrido. Yo me sentía muy mal cuando trabajaba, luego se me pasaba, y al rato me volvía la inseguridad de estar solo. Ahora ya no estoy solo porque en muchas partes del sitio puse unos angelotes inmensos que me cuidan. Todos los hice en piedra y los pinté de muchos colores alegres. También pinté las tumbas, los nichos y los mausoleos de muchos colores: amarillos, rojos, azules. Tienen sus decorados como las lápidas y las hojas en el libro. Así no me siento intranquilo. Ya son más de cuarenta años los que trabajo en este cementerio. Ya han muerto las personas que conocía. Las familias a las que les pinté las puertas con sus nombres han aumentado y se han mezclado con las demás. Ya no hay matrimonios entre primos. Ahora ya no hacen pintar el nombre de la familia en la puerta, dicen que eso es de chagras y han cambiado los colores de sus casas. Yo mismo he sepultado y he escrito las leyendas en las lápidas de las personas a las que les pinté los nombres de sus familias en las puertas. Antes, ellos querían que todo el pueblo supiera que allí vivían. Ahora las cosas no han cambiado nada porque además de escribir sus nombres en el libro de defunciones, también los pongo en las lápidas de las tumbas y los nichos para que se sepa que allí vivirán para siempre.
El rato que sus nombres quedan grabados en la hoja de papel, ya imagino qué tipo de letra emplearé para la lápida. En el libro de defunciones cada hoja está perfectamente marcada con el día de la semana, del mes y el año. Los días los hago con tinta roja y, siempre, la primera letra es más grande que las demás. De esta letra hago que salga un marco que rodea toda la página, del mismo rojo, y lo lleno con animales para que la próxima vez que escriba el nombre de una persona que ha muerto, no me dé miedo de hacerlo. En cada esquina de la hoja dibujo la carita de un ángel. Cuando muere un niño dibujo al niño Dios junto a su nombre, para que el pobrecito vaya directito al cielo.
Una vez puse en el libro de defunciones, junto a un nombre, la cara de un diablo rojo, feo, gordo y bigotudo. A los años dibujé la cara del abogado Vivas, pero esta vez no había ningún código que poner, sino su propio nombre. Lo hice porque me acordé lo que me hizo y me dio iras. El abogado Vivas no leía lo que firmaba porque le convenía decir que yo hacía tonterías. Después de que me despidió, el abogado cayó en la cárcel. Dijeron que le había estafado a la señora dueña de casa. Le había querido quitar la casa haciéndole firmar unos papeles que yo hice porque él me ordenó. “Yo, Dorotea Cañas, en pleno uso de mis facultades y consciente de mis actos, cedo al abogado doctor Genaro Vivas, en calidad de donación, la casa en que habito, inmueble que está ubicado frente al parque de la iglesia, en la calle de la Quebrada, número tres. Dado en esta ciudad a los veintitrés días del séptimo mes del año de mil novecientos treinta y siete.”
Esa es la única página que me da miedo ver por el nombre del abogado y el recuerdo que me trae eso. Su lápida es la única que lleva solo las iniciales. No porque yo no haya querido escribir su nombre completo, sino porque a mí me pagan por letra y por dibujo hecho en la lápida, y como esta vez nadie me iba a pagar... no le puse más que las iniciales. El doctor nunca se casó y, después de salir de la cárcel, nadie lo visitó ni se hizo cargo de él. Cuando murió, lo único que se le encontró fue un reloj de oro que sirvió para pagar el nicho, el ataúd y la misa. La plata no alcanzó para pagarme, por eso simplemente puse G. V. y la fecha de su muerte.
Mi nombre sí va completo en la lápida, ya lo terminé y está bien bonito. Ahora que lo veo y lo leo, no me importa que me duelan las manos y que no pueda trabajar bien. Solo me importa que sea el más bonito del cementerio. No quiero descansar porque luego me duermo y después no termino nunca. Voy a seguir pegándole a esta punta de fierro con el pesado martillo y a escribir mi apellido. El dolor cada vez es más grande y me dan unas ganas de gritar... Pero no tengo que gritar, luego me desconcentro y entonces las letras me salen mal.
En estos años que tengo trabajando en el cementerio he hecho lápidas muy lindas. La de los esposos Cárdenas, la gente más platuda del pueblo, tiene muchas letras y dibujos. A ellos los dibujé en el día de su matrimonio y puse en cada letra un pajarito. Los hijos de los Cárdenas me pidieron que escribiera Ni la muerte nos separó. Toda la frase está hecha con letras que demuestran amor, son delgadas, inclinadas, y con muchas líneas enroscadas, como las plantas del taxo que tienen churitos. Esta lápida la hice con mucho gusto Los esposos Cárdenas siempre fueron buenos conmigo. Me dieron mucho trabajo después de que dejé de pintar los nombres de las familias del pueblo en las puertas de cada casa. Una vez me encargaron que les hiciera un escudo en piedra. Ellos me dijeron cómo era que lo querían y yo les dibujé en un papel y luego en la piedra. El escudo era grande, me llegaba hasta la cintura. Tenía una bomba y adentro se veía un campo grande donde había un solo árbol. Todo el campo estaba sembrado con trigo y el árbol era un inmenso y lindo capulí. Debajo de la bomba estaban dos conejos que la sostenían en sus espalditas y, en sus patas estaba enredada una tela donde escribí Cárdenas, corazón y vida, con esas letras que me encantaba ver en los libros del padre Santiago. Letras serias, con rasgos firmes y gruesos. Letras llenas, rectas, que se unen por una raya flaquita.
A mí me gusta dibujar mucho esas letras. Cuando se murió mi primo Filemón, yo le puse toda la lápida con esas letras. Me dio mucha pena cuando se murió mi primo. El era el último de los que conocía en el pueblo. Ahora ya hay gente nueva a la que casi no conozco. Hasta el administrador del cementerio es nuevo. Este señor no trabaja mucho tiempo aquí. Es buena persona pero me quitó trabajo. Ya no escribo en el libro los nombres de las personas que son enterradas en este cementerio porque trajo un aparato que parece televisión, de donde salen letras y una señorita pone los nombres. No me gusta, no hay dibujitos como los que hacía yo, no hay colores y todo es en el mismo tipo de letra. Por eso, cuando mi primo Filemón murió, yo no dejé que pusieran su nombre en ese aparato. Yo mismo escribí su nombre en el libro. En una página entera puse Filemón Emeterio Caiza Alobuela, muerto el cuatro de abril de mil novecientos ochenta y nueve. Murió por bajar a la quebrada.
Mi apellido tiene muchas Aes y me encanta dibujarlas. La letra A es la primera que me enseñó a escribir el padre Santiago. Con cada martillazo mi apellido va saliendo de la piedra y puedo leerlo. Veo que el Tarzán mueve la cola y que alguien se mueve y me ve desde la cruz. No me da miedo porque estoy trabajando. Nunca me ha dado miedo cuando trabajo, ni cuando hice la cara de diablo del abogado. Me está quedando linda mi lápida. El Tarzán y la cruz los pinté de rojo con café, mezclados. Mi perrito era de ese color.
Sí, mi primo se murió cuando bajó con su burrita Florencia a la quebrada. A él le gustaba darle hierba fresca a la burra y siempre me decía que la mejor hierba estaba en la quebrada, que esa era la que a ella le gustaba. Cuando vi que la burrita regresó sola a la casa, me fui rápido a verle a mi primo. Lo encontré justito a la bajada, estaba como dormidito, igual que cuando se chumaba y se acostaba sin hacer ruido: de lado. Sus ojos estaban cerrados y parecía que había puesto una piedra como almohada. En la parte del cuello y la cabeza estaba la piedra. Yo le dije “primo levántate, no te duermas que tienes que ayudarme a llevar las piedras para las lápidas”, pero él no me contestó. Seguía dormidito. Fui corriendo a verle al doctor del Centro de Salud y me dijo que estaba muerto.
La lápida de mi primo la hice muy linda: con esas letras de las que salen las ramas de taxo, esas chureadas que le encantaban al Filemón. Le pinté la lápida de ese amarillo que tienen los limones cuando van madurando. Todo el nombre de mi primo está en el lomo de la Florencia, que toda la vida le cargó a él y de ahora en adelante lo cargaría siempre y no descansaría nunca.
Me acordé de los colores que utilizaba mi primo en las casas del pueblo y entonces me dediqué a pintar todo el cementerio de colores animados, vivos y encendidos. Cada parte del cementerio tenía su color y cada lápida también. Los colores se mezclaban y hacían parecer que el cementerio era un sitio alegre, lleno de vida. Mi intención fue hacer que mi primo Filemón no se sintiera mal en su tumba, y nada más, pero desde que vinieron los de la televisión con su gente y sus aparatos, muchas personas han venido a curiosear el cementerio y eso me da iras porque no les dejan dormir en paz a mis muertitos.
Cuando empecé a trabajar, nadie venía a este cementerio, luego, poco a poco gente de otros lados, de los pueblos vecinos y hasta de la capital vienen a conocer el lugar, como si fuera bonito salir a pasear e ir a conocer un sitio donde solo hay muertos. Mucha gente ve las tumbas y los mausoleos y se quedan boquiabiertos con los angelitos que los miran desde sus alturas. Para mí es muy incómodo poder trabajar con tanta gente viéndome. Me toman fotos, me preguntan cosas, que si yo pinté el cementerio, que si yo hice los ángeles, que si las lápidas son mías; también saben del libro y me preguntan que quién me enseñó a escribir tan bonito... Pero yo no les respondo, me hago el que estoy trabajando y no les digo nada. Insisten en preguntar y se pasan molesta que molesta con esos aparatos que dizque sirven para la televisión. Me dicen que cuente mi historia, que ellos quieren saber de mi vida, de cómo aprendí todo... Y yo no quiero saber nada de ellos, lo único que quiero es que me dejen en paz. No se dan cuenta que no tengo nada que decir, que yo no hablo, que lo único que dice de mí es mi obra, mis ángeles, mis decorados florales en los mausoleos y tumbas, y las lápidas; que si quieren saber de mí tienen que ver la página que hice en el libro y...
Desde que enterré a mi primo, me puse a escribir mi nombre en el libro de las defunciones. Antes de escribir mi nombre, decoré la página de la mejor manera que pude. Dibujé todo lo mejor que me salía e hice nuevos dibujos que nunca los había hecho, eran los que había visto en los libros del padre Santiago. En todas las hojas del libro tenía caras de angelitos, pero en la mía dibujé un marco cerrado completamente. Un marco grueso en dos colores, azul y rojo, con una línea amarilla en la mitad. En las partes en que las líneas verticales y las horizontales se cruzan, dibujé unas cruces con puntas y aspas circulares. La parte interior del marco tiene dibujadas unas olas, en las que le puse tres curitas, debajo de la página. Cada curita tenía una sotana gris que le llegaba hasta la cintura. En vez de piernas, el uno tenía patas de mono y por ellas se le veía una cola larga y flaca hecha churo. El otro tenía las patas de un perro, que meneaba la cola. Y el otro tenía las patitas de un pajarito. Cada curita con patitas de animal tenía un libro en sus manos y la cabeza estaba hacia arriba, viendo al cielo.
En la parte de arriba del marco, por adentro, en la mitad, dibujé una cruz parecida a las que hice en las esquinas. Cada una de las cuatro partes de la cruz tenía un color diferente y adentro se podía leer mi nombre. Las letras forman la imagen de taita Dios crucificado.
Mi nombre lo puse en plena mitad de la hoja, ocupé cuatro líneas para ponerlo completito: Abelardo Aníbal Alobuela Anda. Dibujé una letra A grandota, de la que salían todos mis nombres y apellidos. Esta letra la hice dentro de un cuadrado amarillo con vetas verdes, parecido a esas piedras brillosas que se ponen en los pisos de las iglesias. A la letra la rodean unos puntos de un verde más claro. La letra la pinté con un rojo color sangre y unos amarillos bajitos. La hice bien gruesa y casi cuadrada. La línea vertical de la derecha es más ancha que la de la izquierda. Las partes de arriba y abajo son más gorditas que en la mitad. Adentro de esta línea puse unos decorados que parecen plantas que se enredan y forman bombas y dentro de cada bomba dibujé la cara de un angelito. En la línea horizontal del medio, que forma la A, le dibujé dormido a mi Tarzán. Su cola es grande y forma ramas que se cruzan entre ellas, forman churos y en toda la cola tiene flores de cuatro pétalos. La línea de la izquierda no es recta ni se parece a la otra, la dibujé inclinada y gruesa en la mitad. Arriba y abajo es delgadísima. La parte de abajo sale del cuadro amarillo y se enrosca en la pierna de un soldado que está cuidando mi nombre. Tiene un casco amarillo en forma de sombrero ancho y redondo de toquilla, una pijama gris en todo el cuerpo, hasta en los pies. Encima del pijama trae puesto un vestido que le llega hasta las rodillas, sin mangas y con una cruz grande en todo el pecho. En su espalda lleva un arco y unas flechas. De su cintura cuelga una espada que le llega hasta los pies, y en su mano derecha tiene una lanza. Este soldado cuidará mi nombre y no dejará que nadie arranque la hoja.
Debajo de todo esto puse murió escribiendo su nombre y no puse la fecha.
Tres meses me demoré haciendo la página en el libro. Estaba muy cansado para empezar mi lápida y mejor descansé toda una semana. Ni siquiera dibujé en el papel su forma ni cómo serían las letras.
Ya estoy por terminar mi lápida, sé que cuando lo haga podré descansar y estaré bien contento con mi trabajo. Me está quedando bonita. Es lo mejor que he hecho, y ni se diga de mi página en el libro de defunciones. Esos dos trabajos son los mejores de mi vida.
En la lápida, entre mi nombre y mi apellido, dibujé una mano con una pluma. Ya me falta poco, únicamente tengo que hacer la última A de Alobuela y termino. El nicho que voy a ocupar está al ladito del de mi primo Filemón. Mis manos ya no me responden como antes. Ni siquiera calentándolas con más trabajo logro que los dedos se doblen de la forma normal. Tengo que trabajar con la molestia de tener extendidos casi todos los dedos. El dolor es grande y se me hace muy difícil coger el martillo y el cincel con las manos, pero no importa, sé que esta lápida será la más bonita de todo el cementerio. Ya nadie más hará letras y dibujos mejores en este pueblo. Así se acordarán del “Abelerdo” y se pondrán tristes de que ya nadie les pueda hacer más trabajos. Ya mismito voy a acabar. Los pedazos de piedra que saltan de la lápida me dan en la cara y algunos pedacitos son tan chiquitos que se me meten en los ojos y me hacen llorar. Ahora me duelen los ojos, también. Es muy difícil trabajar con estas manos que ya no son mías, que han muerto antes que todo mi cuerpo. ¡Qué linda que me está quedando! Sí, es lo mejor que he hecho en mi vida. Todas las letras son chiquitas y gorditas en la mitad, tienen forma de peces de estanque. Los peces siempre fueron un buen modelo para las letras, les dan vida. Siempre están moviéndose y así quiero que estén las letras en mi lápida. No quiero que se queden quietas porque eso parece que fuera de muerto y no quiero morirme del todo. Quiero que mis letras y mis dibujos tengan vida y que cuando la gente los vea en mi lápida, digan que así mismo he de estar yo: moviéndome, escribiendo para los ángeles en u libro divino.
Ya, ya está todo. El último martillazo al cincel ha hecho que mis manos boten los instrumentos. Mis brazos se están convirtiendo en piedra, mis manos fueron así toda la vida, ahora más, justo cuando me estoy muriendo y he logrado sacar la belleza que estaba dentro de la piedra rugosa, simple y fea. Mi cuerpo se está volviendo como mi lápida. Quiero gritar pero no puedo. Siento que me estoy haciendo de piedra. Solo puedo mover mis ojos. Veo a mi lado la lápida. Las letras se mueven como pececitos en el estanque. Así parecen mis ojos, que es lo único que puedo mover. Tengo los ojos llenos de lágrimas. Las letras de mi lápida se mueven y están viniendo hacia mí. Mis ojos van hacia las letras. Las Aes vienen. Mis ojos van. Parece como si pudiera ver dentro del agua. Todo está con agua. Mis ojos están nadando con las letras en la lápida.

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